martes, 20 de octubre de 2015

Mamá, la niña tiene piojos



Son parásitos, como las amibas o como las lombrices de los intestinos. Parásitos. Eso me lo dijeron en una clase en la primaria, cuando ya los piojos habían habitado mi cabeza varias veces, muchas. Herklin, se llamaba el shampoo de envase blanco y letras verdes que usaban para bañarme hasta los siete u ocho años. Tuve piojos desde bebé, cuando mi madre y mi padre, maestros rurales, me llevaban con ellos a su escuela (que era también su casa, porque había una habitación acondicionada para ese efecto, pues del pueblo podía salirse sólo caminando unas tres horas —o en la camioneta de alguien, si tenían suerte—). Piojos porque los niños y las niñas me mimaban, me abrazaban, jugaban con esa cosa extraña que venía de vez en cuando y era la bebé de los maestros. Piojos porque todos éramos pequeños y porque el polvo y la pobreza y la falta de agua.

Cuando mi madre me devolvía a casa de la abuela, ella se enojaba y la regañaba por haber permitido que la niña se llenara de piojos. Y me lavaban la cabeza y me ponían al sol, con un peine fino, muy fino, hurgaban entre mis cabellos delgados hasta sacarlos a todos y devolverme la libertad de irme a brincar y chocar con los muebles una vez que mi tía concluía la tarea. Pobrecita la niña que tiene piojos. Pobrecita la niña que se tiene que quedar quieta muy quieta mientras la espulgamos. Pero a la niña, pobrecita, no le importaba. Y siguió sin importarle muchos años.


En los Libros del Rincón, esa colección de literatura para las aulas de la SEP, había un cuento que se llamaba La niña de las perlas: una huérfana piojosa recibía el hechizo de una bruja que convertía los vampiritos capilares en perlas y, aunque luego volvían a ser los mismos bichos indeseables, finalmente desaparecían. Lo leí muchas veces pero no entendía, ¿qué nos estaban queriendo decir con él? 

Una vez, mi abuela le contó de los bichos a un novio que tuve. Él rio durante mucho rato. No podía creer que yo, que los piojos, que mi cabeza infestada. Qué chistoso. Qué vergüenza. Y es que yo crecí en pueblos, él en una ciudad. Mi acento de la infancia era muy agudo, notorio, ranchero. En mi pueblo no había librerías, aunque sí muchos libros en casa: enciclopedias que se vendían de puerta en puerta, volúmenes que les daban a mis padres para compartir con sus alumnos, ediciones resumidas de clásicos juveniles que papá y yo comprábamos en el puesto de periódicos, muchos más de sus años de estudiante. Libros y piojos. Hasta ese momento me di cuenta del estigma que éstos podían representar (es cierto que mi abuela reprendía a mi madre, pero la reprendía igual porque me ensuciaba cuando jugaba en el piso, porque a la sopa aguada le ponía cilantro —¡¿a quién se le ocurre?!—, porque me dejaba comerme primero el pan y beberme la leche al último…). Nunca me habían parecido algo serio, pero tampoco gracioso. Esa risa descolocada me dijo muchas cosas: de dónde venía yo, cómo me veía él, qué podía, ante sus ojos, definirme. Ya no era una niña y sin embargo. Ya no era niña pero me vino una comezón que tardé un tiempo en desentrañar. 

Este fin de semana mi hermana y yo nos pusimos a ver fotografías viejas, aparecieron un par de cuando muy pequeña y recordé episodio del exnovio, los piojos y la abuela. Se lo conté a mi madre y su respuesta fue que por eso uno tenía que aprender a quién contarle “ese tipo de asuntos”, porque no a cualquiera. ¿Qué asuntos? ¿Quién cualquiera? Noté que los piojos la avergonzaban y que yo nunca compartí esa vergüenza, que la culpa la dirigía hacia mí por exhibirlos y no hacia él por burlarse. Que aún nos falta mucho: ella, con sus alumnos con piojos, sus cincuenta años y su intención cada vez más mitigada, pero aún latente, de guardar apariencias, se olvidó de que esos bichos también habían sido parte de mi infancia, lo mismo que los sombreros, los vestidos bonitos, el bordo y las palmas de yuca; lo mismo que el pulque que una vez bebí por accidente en lugar de atole. De alguna forma, también recuerdo con añoranza esas horas de tedio sentada al sol y lo inevitable del contagio. Los niños teníamos piojos y los adultos una fórmula para removerlos, eso era todo.

Pienso en el resurgimiento de esa plaga, no sólo en espacios rurales sino en muchos centros urbanos, y en que siguen asociados a la idea de suciedad y de marginación. Pienso en las diferencias inventadas, en los piojos de adentro.

Se llama pediculosis la infestación y ataca sólo a seres humanos.

Es difícil de remover porque la mayoría de los tratamientos matan a los especímenes vivos pero no a las liendres. 

Los piojos no pueden saltar de una persona a otra. 

Los huevos de los piojos no pueden prosperar sin el calor humano. 

Los piojos no pueden vivir más de un par de días fuera de una cabeza.

martes, 30 de junio de 2015

Pienso tanto en Buenos Aires

Pienso mucho en Buenos Aires. Tanto. Pienso en mis sitios y en la que yo era cuando entonces. El café La Escalera, en 25 de Mayo, la lluvia, la forma de salir a la calle con tanta agua cerca. Pienso en mis sitios: El Bellagamba de Acuña y casiCórdoba, el Club de la Milanesa, Córdoba (otra vez) volviéndose Estado de Israel camino a lo de Clari para el taller. Pienso en Crámer y Mendoza, en Pampa y la Vía -mi último mes en esa ciudad, descripción gráfica-. Libros REF. El otro Bellagamba, de Fitz Roy. El café aquél donde me reuní con Garramuño que me preguntaba por qué quería volver tanto. Y ahora tengo tantas respuestas en el sitio adecuado. En los domingos en que recorrí Santa Fe hasta dar vuelta a la izquierda y enfilarme a casa. En lo irreal que me parecía el viaje de vuelta. En las lágrimas de mi amiga Xin. En Cris y Maru yendo a dormir conmigo una noche antes, para no sufrirla tanto. En el desayuno en Cocu, en Ninina o en cualquier bar. El café con medialunas que tanto me hartaba pero ahora añoro. Pienso en el tango de La Viruta y mi amor de esa noche, sobre el que también querría contarte. en ese título que ahora me significa tanto: Tener lo que se tiene, ¿qué tengo? Pienso en todo lo que tuve que pasar para llegar al día en que nos encontramos.

En La Reserva y en el río que me seducía tanto con su agua gris: no todo es claro pero fluye. Dónde empieza el Sur, dónde termina. Pienso en este poema:
Los chicos ponen monedas en las vías,
miran pasar el tren que lleva gente
hacia algún lado.
Entonces corren y sacan las monedas
alisadas por las ruedas y el acero;
se ríen, ponen más sobre las mismas vías
 y esperan el paso del próximo tren.
Bueno, eso es todo.
En que un día me gustaría hablar horas y horas contigo sobre él. Sobre esa sensación. Esa poética. Pienso en las vías que atravesaba para ir a la Eterna Cadencia. En las vías imaginarias que atravieso todos los días. En mi miedo de olvidar los nombres de las calles y las rutas antes de que pueda volver. En que esa ciudad se quede cada vez más como una imagen borrosa allá, al fondo de un visorcito rojo. En que necesitaríamos tanto tiempo para que yo te contara estas cosas, tanto tiempo para llevarte a pasear y verte sonreír y caminar hasta no poder más con los pies, hasta tener ganas de sentarnos en Lo de Roberto a escuchar los tangos que canta Pajarito y pedir un vino y una picada. En que hay tanta vida y tantos libros y tantas palabras y tan poco pero de verdad tan poco tiempo.

Sí. Eso es todo.



Me comí un chicloso

Me comí un chicloso y se me cayó la amalgama metálica de la muela. Qué sigue.

viernes, 26 de junio de 2015

Las abuelas que comen mango con gusanos

Leí en un libro de Brenda Ríos de una abuela que se comía  los gusanos del mango. Me sorprendí con la imagen porque mi abuela también.  Se los comía y dejaba que el jugo corriera por las comisuras de sus labios, por sus dedos artríticos, y sonreía …Pero si saben a mango, decía divertida sabiendo lo mucho que nos perturbaba verla. Mi abuela que también hacía chocolate pero un día ya no pudo salir a barrer el patio ni regar las plantas. 

viernes, 22 de mayo de 2015

Por qué este blog se llama como se llama



No debo haber tenido más de dieciocho años cuando leí por primera vez a Olga Orozco. Estaba en un taller de poesía, y la tallerista llevó la antología Eclipses y Fulgores, editada por Lumen. Abrió el libro y me lo acercó, para que leyera en voz alta. "Con arenas ardientes que labran una cifra de fuego sobre el viento/ con una ley salvaje de animales que acechan el peligro desde su madriguera/ con el vértigo de mirar hacia arriba"... Con el vértigo de mirar hacia arriba. Era "No hay puertas", ese poema que desde entonces me acompañó como un enigma que no sabía descifrar, y también como un mantra. Quién era esa voz y desde dónde, qué con esa mujer cuyos versos parecían siempre un ritual, qué con ese ritmo. Iba y volvía a Orozco siempre y en 2010, cuando tuve que plantear la tesis de licenciatura que finalmente no realicé, ahí estaba ella y todas las preguntas que me hacía y todo lo que no entendía pero me cautivaba. Luego, la maestría y el proyecto. La teoría. Las clases. El tiempo para leer, releer, volver a leer, volver a pensar, odiarla. A la mitad, yo, partida, yo, rearmándome, yo, sin entender nada. Haciendo una tesis que en el fondo era también hacerme a mí, de nuevo. Otra vez ahí estaba, cada verso como una posibilidad de asirme a algo.

Durante más de siete años Olga Orozco fue una presencia -por decirlo de alguna forma- constante que me cubrió el costado del miedo, que me enseñó a pensar de cierta forma, me moldeó unos ojos para ver distinto. No sé cuánto de lo que escribo, digo y siento viene desde ella. Me encuentro varias veces al día recordando algún verso, citándolo de memoria (y mal, porque mi memoria tergiversa), poniéndolo como epígrafe para alguna circunstancia. Hace un par de semanas, me invitaron a dar una clase sobre Orozco en la facultad. La misma clase que yo tomé hará unos cinco años. Y tuve la sensación de estar cerrando un proceso e inaugurando otro. Por ella también hice el viaje que me cambiaría la vida. El nombre de este blog es un verso de "Sol en Piscis", abrirlo y llamarlo así fue una forma de asumir lo que quería para mi vida, de poder decir: sí, aquí estoy, y éstas son las palabras que hago y me hacen. 

Ayer que presenté el examen, una de mis sinodales me preguntó por el epígrafe: Mi casa es la que nunca termina de llegar, otro de sus versos, y cómo lo explicaba en relación a lo que había expeusto. La respuesta escolar la di entonces, pero hubo algo que me faltó agregar y que pongo acá: eso al final es lo que me queda, ésa es la sensación: mi casa es la que no llega pero es ésta, y se hizo también con cachitos de lo mucho que aprendí de Orozco en el camino. No llega nunca porque sigo en deuda, porque dudo, porque no estoy segura de nada. Hay miles de cosas que quisiera contarles sobre lo que aprendí de ella, sobre lo que no comprendo, sobre lo que me gustaría estar hablando. Hay otras cosas que se conectan con mi vida de una forma que no alcanzo a describir, con lo más adentro, con lo más yo. Ahora vuelvo a leerla con otros ojos, despojada ya de las presiones y los artefactos que tuve que construir para formar algo que en mí sigue siendo informe, más una sensación que un conocimiento, más una figura ligada inextricablemente a lo que soy que un objeto de estudio. 

Estoy rodeada de personas maravillosas que hacen que este rumbo que ando sea mucho más fácil y gozoso, y hoy, al cabo de tanto y a la vez tan poco, tengo la certeza de estar, por fin, haciendo exactamente lo que quiero, viviendo como me gusta y, sobre todo, siendo feliz con esa felicidad mansa, calma, poblada también de fantasmas, ausencias y cosas que duelen como un jardín inalcanzable allá, en el fondo. Nuestro largo combate a muerte con la tesis fue también un largo combate a muerte con la vida, Olga. Hemos ganado. Hemos perdido, porque ¿cómo nombrar con esa boca, cómo nombrar en este mundo con esta sola boca en este mundo con esta sola boca? No lo sé, pero otra vez te digo que lo intento.

viernes, 1 de mayo de 2015

Hormigas negras y hormigas rojas


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Salí con Esme a la tienda, de regreso paramos en el parquecito y nos sentamos a platicar un poco. Le conté de mi abuela muerta hace ya más de diez años, de la fiesta de cumpleaños que no tuve porque ella no alcanzó a preparármela, del miedo atroz que tuve al meteorito que pasó cerca del planeta por esas fechas. «Para qué me preocupo por eso si tal vez para entonces ya no voy a estar», dijo mi abuela, y ésas fueron de las últimas palabras que le escuché.

Antes de continuar la vuelta a casa vi por un segundo la fila de hormigas rojas que se perdían en una grieta de la jardinera y recordé otra escena. Recordé que me paseaba curiosa por el patio, todavía de tierra, mientras mi padre preparaba la comida. La puerta estaba entornada, olía a tomate frito, a pasta con crema. Se escuchaba alguna música, tal vez José José o Rocío Dúrcal, allá en el fondo. Tomé un palito e interrumpí con él el camino de las hormigas, que lo treparon. Cuando lo levanté, un par cayó al suelo; una o dos que quedaron avanzaron por mi mano, la última se detuvo en la yema de mi dedo índice y me mordió fuerte. Mis asustados cuatro años gritaron como pocas veces y mi papá salió corriendo. Se puso de cuclillas y me rodeó con el brazo, luego envolvió mi dedo con una servilleta de papel. Pensé que seguro no me serviría de nada, pero como la intención de él era buena entonces haría como si sí para no desilusionarlo. El llanto dio paso a los sollozos, y luego a mirar de nuevo la fila de hormigas que ya había retomado el trayecto. Él se fue a mover la sartén y yo seguramente me busqué otro juego.

Con las hormigas negras, en cambio, tuve otro entendimiento. Una prima me enseñó a aplastarlas para quedarme con su olor tan peculiar en la piel. Así lo hice una ocasión en el jardín, cuando éste ya estaba cubierto de pasto. Papá no estaba, mamá trapeaba la sala: además del insecto entre mis dedos, olía a limpiador de pino.

jueves, 2 de abril de 2015

Si una vez dije que sauce de cristal




si una vez dije que sauce de cristal
                         hoy me arrepiento
si una vez dije que chopo de agua
                         no sé lo que pensé
                         estaba loco
si una vez dije que alto surtidor
            y que por ti el viento arquea
si una vez dije que
            no lo vuelvo a hacer
 también           era escritura
 también
                         alguien me cantaba

allá adentro
selena
          [gallo galante]
          [un árbol 
            bien plantado
            mas danzante]
tu cuerpo se constela 
de signos verdes
porque somos 
de distintas sociedades.


           no                      dejes 
           de             tambalear
           voy     por tu cuerpo
           como por el mundo
           no  me  queda  más:
   
la sangre (tu sangre y una bala)
oficia sus misterios paralelos:
entre irse y quedarse
tu nombre selena tu nombre
prosigue sin cuerpo
busca a tientas
entre irse y quedarse   como la flor
enamorado de su transparencia
                                         como la flor.



*Mashupeado en un tiempo cercano al 31 de marzo de 2015, fecha del vigésimo aniversario luctuoso de Selena y el ciento un aniversario de nacimiento de Octavio Paz.

lunes, 30 de marzo de 2015

Otra fotografía:





















Salen de ti los ojos
decenas de ojos
tras la ventana 
salen de ti
     no hay [ventanas]
         no hay [nuestra casa
               brazo amputado que 
                                           duele].

Bajo los escombros
las dos en otro día 
que no puede contarse.
Somos la guerra:
           nos mueve    nos aplasta 
           nos deja         aquí muy vivas
       sin preguntas.

No llores.

me toca hablar
buscar nombre para
                    este color del año
                    exceso de sangre 
                    en tan poco cuerpo.

un nombre
para tu sonrisa inerte.

Cómo arrullarte si te saqué del polvo
si tienes los ojos abiertos 
                pero no 
              
sólo para mí   
gime
un pequeño dios
enfermo.


Una fotografía:



Dos hombres se colocan
tras el único muro en pie
de su casa derruida.


Beben café
miran por la ventana
                    [principio
                    básico 
                    de límite,
                    marco 
                    para el
                    horizonte 
                    del miedo]
la calle, los sitios 
que ya no quedan 
por las bombas.

Juegan a sonreír a los vecinos,
levantan la taza vacía
en señal de saludo,
beben recuerdos de café
y aterrizan en el día.


Es una fotografía:
¿la veo o la invento?


Sale en: http://www.revistaelhumo.com/2015/04/yolanda-segura.html 

lunes, 2 de marzo de 2015

Despedida de Esther



El tiempo en la mano no es el control del tiempo.
Adrienne Rich

Al principio no pude ver sus manos, le habían puesto guantes para que no se desgarrara la piel con esa comezón que la atacó este mes. Fue lo último que sintió, al final le quedaron sólo pequeños estertores como el reflejo de querer seguirse rascando, de querer remover de su carne la muerte que ya se le pegaba. Mi abuela se puso amarilla. El diagnóstico: cáncer de vesícula extendido ya al hígado, restos de una trombosis pulmonar de la que salió sin tratamiento (mi única paciente de edad avanzada que ha logrado sobrevivir a eso, dijo el médico), muerte por exceso de bilirrubina en la sangre. Que se le sube la bilirrubina ay se le sube la bilirrubina, cantaba mi cabeza para traicionarme con una broma que no daba risa y me hacía contar el camino de minutos que quedaban al ritmo de una música parecida a la de los juguetes cuando se les acaba la cuerda o la batería.

Cuando llegué ya no hablaba, pero seguía ahí, lo sé. Setenta y nueve años, casi ochenta, retorciéndose en la cama azul. Tres días sin comer y sin beber, me dijeron. Tres días yéndose. Desesperada. Preocupada.

Va a entrar en coma, explicó mi tía, irremediablemente en coma, dijo cuando ella ya miraba poco pero todavía hacía esfuerzos por tragar y en su cabeza tal vez me mentaba la madre por obligarla a tomar una pastilla para el dolor que le disolví en cocacola. Luego se empezó a quejar, a sudar frío, a aventar manotazos e intentar liberarse de los abrazos que le dábamos para calmarla. Ya nada funcionó. Llamamos al doctor y cuando él llegó Mima ya no respondía al dolor, ya no movía los ojos. Le quedaba una respiración agitada, desigual. Hace una semana tuve una paciente en las mismas condiciones, dijo el médico, murió a las seis de la mañana.

Eran las siete de la tarde y el daño cerebral borraba toda posibilidad de conciencia. ¿Nos escucha, doctor? No sabemos, sabemos muy poco, pero sí que siente a la familia. La besé en la frente manchada por las cicatrices de su prurito sangrante. Aquí estamos todos, Mima, aquí estamos y te queremos. Alguien en la habitación se preguntó en voz alta: a ver si pasa la noche. No, no pasa, dije mientras en la boca de la abuela su lengua parecía un animal acorralado. Tres movimientos tenues y luego nada, el pulso no se sentía desde hacía un momento. La tía le acercó el reflejo negro de su celular. Con la esperanza de que despojar de artefactos plásticos aquella revisión serviría para volverla falsa, saqué de la bolsa el espejo con que todos los días me pinto los labios. Ya no lo empañó. Mi hermana y yo gritamos, corrimos como para alcanzarla en algún sitio de la casa. Nos regañaron como si fuéramos niñas porque pensaban que no era cierto, que mentíamos. ¿Cómo fue? Preguntó mi madre, ¿Qué hizo? Nada. Dejó de respirar.

El reloj de arena del amarillo subiéndole del vientre a la cabeza derramó la última gota mientras a lo lejos se oían los trailers por la autopista, esos mismos que me arrullaron en la infancia, cuando la abuela me arropaba y me abrazaba: mi niña, mi pedacito de cielo. Ahora era yo quien le hablaba igual a ese cuerpo mínimo de cabellos muy cortos.

¿Cuánto habrás sufrido, Esther, en el campo, con tus padres obligándote a trabajar la tierra con tus siete años y el estómago sin comida? ¿Cuánto habrás sufrido con un marido que te decía que seguro tus dolencias —ésas que te deformaban las piernas y las manos— eran un pretexto para no hacer nada? ¿Cuánto cuando les hiciste a tus hijas unos vestidos con la tela del colchón que la vecina había tirado a la basura? ¿Cuánto cuando murió la tía Juana recién salida del hospital, que llegó a casa sólo para saludarte y morirse de noche, cuando ya pensábamos que se salvaba? Me gustaría decir que no importa más, pero me hiere por no haber podido hacer nada y porque sé, aunque no lo queremos aceptar, que esas dos horas, las casi últimas, te dolió mucho y tuviste miedo y estuviste sola incluso con todas a tu alrededor, porque en el momento final, o acaso en todos los difíciles, siempre se está sola.


 
Fui al portal a buscar uno de los rosarios que, pese a tu vocación, te permitiste colgar. Muy sencillo, de madera pintada de rosa y remates de metal mal hechos. El olor de tu último chocolate, fresco, recién moldeado ya por las manos de la tía Rosa y no por las tuyas, me torció el músculo de la nostalgia. Me vi con cinco años y cara de travesura yendo hacia la tina en la que la mezcla tibia de cacao, canela y azúcar le daba forma a ese sabor que ya no volveremos a probar igual. Tomaba un pellizco y me iba corriendo mientras, ya del otro lado de la casa, escuchaba el "ay, demontre de muchachilla, pero ya verás..."

Las plantas han mermado desde que se fue la tía Juana y esta mañana el velorio amaneció sin flores; dos helechos grandes, frondosos, acompañan la modesta caja. Para los pocos asistentes hay pan de dulce, polvorones y cocoles, como le gustaban. Ahora mi hermana escucha esa canción del libro abierto, bajito, muy bajito porque no queremos que piensen que no estamos tristes. Ella recuerda así a la abuela cuyas letras nunca vimos y a la que yo un día le pregunté angustiada, si podía leer y escribir y que me respondió sólo con una carcajada sonora.

Nadie sabía rezar el rosario, pero lo busqué, investigué la manera, y dirigí como si supiera, como si tuviera fe, como si me oyera. El acto de pronunciar, de prometer y hacer cadenas que yo sé que se van a romper apenas dichas: es una comunidad muy breve pero que nos envuelve y, por un instante, mientras no se me corta la voz y las lágrimas no mojan el papel, me hacen sentir sin miedo. Cada repetición de los padrenuestros, de la letanía, hace un manto que va cubriendo por última vez su rostro, sus frascos de medicinas, los zapatos que se quedan sin dueña. En este momento sólo me alivian las palabras, y aquí se oyen muy pocas.

Descansa, Esther, descansa con los hijos y el nieto que enterraste. Pídele a la tía que te haga una blusa con flores pequeñitas, que te siembre más plantas, y que te cocine un banquete de tacos dorados y enchiladas, que al fin ahora te habrá vuelto el apetito y ella estará para agasajarte.

viernes, 6 de febrero de 2015

Hacer las cosas con fe



En la UAQ, le dieron el Doctorado Honoris Causa a Carmen Aristegui. La misma Aristegui que escucho todos los días (o casi todos, cuando no me gana el desespero y opto por alguna música que, aunque sea un momento, me distraiga de las atrocidades que a veces no puedo oír más), ésa cuyo programa fue censurado, oh paradoja, en la ciudad a la que vino para recibirlo.


Llegué temprano, tan temprano que detrás de nosotros se formó la fila para entrar al auditorio. Vi la transformación que sufrió éste del miércoles que fui a dar clase a hoy, cómo limpiaron, pintaron, remozaron y colocaron unas plantas que, para esta hora, ya deben estar secas por el sol del Campus Aeropuerto. Vi también la cara de mis alumnos y alumnas, de mis profesores, la ropa bonita que usamos todos para recibirla; Verito se rizó las pestañas, Lulú hizo a un lado su enfado por las decenas de llamadas que tuvo que atender esta semana para “reservar lugar” (cosa imposible porque los sitios se repartieron en estricto orden de llegada) para ver a la señora, Edgar se peinó, Ceci se puso su mejor sonrisa.

               Que Aristegui no es una héroa lo sabemos, que muchos la consideran tendenciosa, también; que su periodismo no es perfecto queda claro (el tiempo que dedica a ciertas noticias, por ejemplo, en contraposición al que no dedica a otras, es algo que se menciona mucho). Ha sido atacada varias veces y otras tantas ha respondido (incluso tal vez con demasiada intensidad, como cuando Laura Bozzo, sinécdoque de Televisa, la retó públicamente; o como cuando, dijo ella más o menos textualmente, se le imputaba “un presunto lesbianismo” que negó durante poco más de diez minutos). Con todo y eso, su noticiero es el más escuchado en la Ciudad de México y tiene el tercer lugar de audiencia a nivel nacional.


           Vi un recinto llenísimo, con gente fuera mirando por las pantallas, con personas sonrientes, expectantes, dentro.
 Entró Aristegui y los aplausos dejaron todo en claro: gritos y ovaciones para el “Doc” Herrera, para Vero Núñez, para Ceci Badano y para ella, por supuesto. El resto de los presentes tuvo apenas una salpicadita, un “por no dejar” breve e insípido. Luego, las palabras de la Dra. Badano, precisas, divertidas, palabras en cuyo desvío parece que nos perdemos pero que al final nos llevan siempre a la esquina adecuada de las cosas, al encuentro de una idea con otra, de una confianza con otra: ¿qué currículum consideramos para darte el honoris causa?, preguntó, y respondió que el de lo que de verdad importa, ése que Szymborska hace aparecer por irónica ausencia en su poema: el de los pequeños viajes, el de los hijos (tu hijo Emilio, el nacido, dijo Ceci, pero también los nuestros —porque ¿cuántas y cuántos en esa facultad no hemos sido adoptados por nuestra maestra?—); el de su herencia del exilio, el de esas cualidades que hacen que no nos importen sus amores (ni sus odios), que hace que recordemos el valor, y no el precio. Sabemos lo que Ceci estaba pensando pero no terminó de decir por ser extranjera, sé también de lo mucho que no hacía falta nombrar porque se respiraba, se sentía, se reflejaba en las caras coloradas y los ojos húmedos de quienes estaban ahí enfrente, y en el ardor de las palmas de quienes, abajo, no teníamos ganas de dejar de aplaudir.

Ya ustedes saben de mi naturaleza groupística: soy fan del trabajo amoroso de mucha gente que tengo cerca; admiro profundamente a varias personas, mujeres casi todas, a quienes me he acercado muchas veces precisamente por esa admiración que se convierte luego en amistad por una amabilidad suya que no termino nunca de agradecer. Luego, con Aristegui me pasa lo que, estoy segura, le sucede también a muchos de quienes estaban ahí: hay una suerte de cercanía, de posibilidad compartida, de perspectiva. Y hoy todas y todos queríamos rodearla, tomar una foto, tocarle siquiera el hombro; pocos pudieron, muchos nos consolamos gritando desde la tribuna, sonriendo, intentando sacar del dolor de todo lo que nos decía alguna luz, aunque fuera pequeña. Porque en este país en el que se encuentran tantas fosas y casas [blancas, malhabidas, escandalosas] cada vez tenemos menos.

Hoy, al ver a Aristegui bromear, sonreír, mover las manos y reconocerle una estatura mucho menor a la que yo imaginaba —en mi cabeza, claro, era una giganta de 1.90 que intimidaba con su presencia—, me acordé de que no se trata de construir personajes ni mitos; ya en pleno siglo XXI nos ha quedado claro lo poco útiles, lo dañinos, que pueden llegar a ser. Se trata, sí, de pensar que todavía quedan sitios, escenas y personas para colocar y compartir la esperanza: “no pasa nada cuando hago las cosas con fe, pero voy a insistir”, escribe Jimena Arnolfi, y reafirmo entonces que así vamos a insistir, hasta que pase algo; hasta que el simple hecho de salir a la calle no sea un acto de valentía, hasta que se nos devuelva el derecho a sonreír sin muerte.

Gracias, Carmen Aristegui, por aceptar, por venir, por estar. Gracias a quienes lo hicieron posible y a quienes, como tú, luchan desde donde están por contener este país líquido para que no se nos vaya entre las manos. Discúlpanos por hacer un spot de radio para promocionar tu visita —no te apures, quedó sólo entre compas universitarios—, por decirte Doctor y no Doctora, por no querer que te fueras tan pronto. Ésta es nuestra manera de abrazarte, de decir que te queremos (¡al diablo con separar los afectos de los acontecimientos!) y de no dejarnos caer en el espanto.



miércoles, 28 de enero de 2015

Sobre la clase de hoy

Escribo con espanto, con asombro, con algo que no es decepción ni desánimo pero ronda por ahí. Doy clases de Lectura y Redacción II en bachillerato. Antes de siquiera empezar, estaba ya sorprendida por el programa que tenía que usar (el oficial, de la DGB): contempla el primer bloque completo, de dos meses, dedicado a "textos funcionales" (cartas formales, oficios, solicitudes de empleo...). Esto está encaminado a generar obreritos eficientes capaces de realizar tareas básicas con la lengua sin que tengan idea ni interés por nada más; un plan hecho para aburrir, para generar desinterés, para que no les importe a quienes lo estudian. Yo misma me aburro de solo pensar que debo preparar una clase con esos temas y, pese a ello, intento llevar alguna cosa que no sea tan tediosa; también dejé un día a la semana destinado a leer literatura y esa es la sesión que me cuesta más trabajo porque me resulta complicadísimo llevar algo que realmente les diga algo, o los enganche aunque sea un poquito. 

Para ver cartas formales, llevé como ejemplo una adaptación de  la que Lydia Davis escribe al fabricante de chícharos congelados y su tarea consistió en elaborar la respuesta. Una, divertidísima, explica que no se puede modificar el empaque porque éste ha sido diseñado por el difunto hijo del inventado dueño de la fábrica de chícharos congelados, todo con un impecable registro formal y un buen uso de la estructura que estábamos viendo. 

En uno de los libros de Lectura y Redacción que me prestaron en la escuela se sugiere, para el mismo tema, elaborar una carta escrita a quien ellos y ellas consideren adecuado en la que expongan su inconformidad sobre un problema de equidad de género, el que ahí proponen es el de la brecha salarial. Me pareció un gran ejercicio y, con eso en mente, compartí un artículo al respecto. Lo leímos en clase. De inmediato, la incomodidad de mis alumnos hombres se hizo manifiesta: "es que ahora somos cinco hombres y quince mujeres, miss (sí, porque me dicen miss aunque poco a poco dejan eso y me llaman "maestra" o "profe", por expresa petición mía), así no se vale", "ahora resulta que todo es discriminación", "¿pero por qué nos trae este texto si nosotros no somos machistas?". Hasta ahí, todo dentro de la clase de comentarios que imaginaba escuchar. En tres grupos distintos, sin embargo, oí cosas similares que sí me dejaron fría. 

Lo de la violencia de pareja derivó en preguntar por qué el feminicidio estaba tipificado y luego un chico preguntó: "O sea que si me dan celos y mato a mi novia, ¿ya soy un feminicida?" Otro: "las mujeres que se emborrachan son indecentes, y si las violan es porque a eso se exponen" Uno más: "Violar a una mujer sobria es más grave que violar a una mujer borracha". Las chicas, sorprendidas casi todas, conscientes de un montón de cosas, pero con todo y eso apoyando en varias ocasiones los argumentos de sus compañeros. Yo guiaba la discusión intentando participar poco aunque igual intervine varias veces. Una chica: "maestra, le voy a hacer una pregunta muy personal y no me la vaya a tomar a mal por favor". Sorprendida por la advertencia, espero algo fuerte. "¿Es usted feminista?" Sí, respondo sin dudarlo. Ella sonríe, dice un "lo sabía" casi inaudible y continuamos. Al final de la clase, se acerca y me pregunta si voy a marchas, si hago algo; cuando respondo afirmativamente se emociona. No todo está mal, pienso.  Me pidieron discutir más sobre "esas cosas feministas" y mañana les llevo textos, aunque era nuestro día de lectura "de literatura". 

Me es muy difícil no reaccionar mal, me cuesta seguir las discusiones sin perder la calma; pero al final me pregunto si los puedo culpar a ellos y, sobre todo, si con eso lograría algo. La culpa es de nosotros y nosotras, la gente grande, no de ellos. Sé lo pretencioso que resulta creer que puedo cambiar su forma de pensar y no lo hago, pero me siento responsable: discutir lo que se me permite en la estrechez de la materia, cuestionar hasta donde me sea posible, incluso hacer que se enojen: todo lo que pueda lograr que, aunque sea por un segundo, se volteen a ver a sí mismos, me hace sentir un poco aliviada. No estoy ahí para odiarlos, ni para excluirlos, ni para aburrirlos. Estoy para tener paciencia, para pensar, para que vean que no todos los argumentos son válidos, pero sí valiosos en tanto se pueden deconstruir. 

No quiero creer que es tarde, que no se puede. Hasta que empecé a dar clases, hace ya siete años, dije siempre que no quería hacerlo porque veía a madre y padre, ambos maestros de primaria, llenar listas, calificar exámenes, completar boletas, redactar programas... Hoy me encuentro haciendo todo eso con gusto, me veo teniendo miedo y dudando cuál será la lectura adecuada, la actividad, el momento. Sobre todo, me veo sintiendo que esto me hace feliz de muchas y extrañas maneras y que, al menos por ahora, me siento haciendo lo que quiero hacer. Mañana tal vez diga que no soporto más, pero seguro pasado mañana me voy a levantar de la cama antes de tiempo, me beberé un café y saldré a la calle con mis lentes de profe que me muestran el mundo de formas tan extrañas, y sonreiré por entender cada vez menos pero sintiéndome menos sola.