Al ir aterrizando sobre Buenos Aires, lo primero que vi fue una
cuadrícula de luz, en oposición a ese conjunto de manchas luminosas que es el
D.F. cuando se ve desde arriba. El trazado decimonónico de las calles contrasta
con el desorden atávico de México.
Buenos Aires no es una ciudad para perderse. Cuando llegué, lo primero
que intenté fue orientarme con un mapa que compré en el puesto de revistas y en
el que tardaba horas en encontrar una calle. Desistí pronto y empecé a
preguntarle a los transeúntes cómo llegar a un lugar y otro. Afortunadamente, a
diferencia de mi país, en el que la gente suele inventar direcciones con tal de
decir que no sabe, acá conté con sinceridad e instrucciones claras que me
permitieron moverme los primeros días.
Luego supe que existía una grilla de transportes y la compré. Un librito
que contenía fragmentos de la ciudad en cada página y en el que, algo así como
en esa tablita con la que me enseñaron a multiplicar en la primaria, tenía que
ir ubicando las intersecciones de las rutas de colectivos para saber cuál
tomar. Intentaron enseñarme: buscas la calle en la que estás en el plano, ves
qué rutas pasan por ahí, buscas la calle a la que quieres llegar, ves qué rutas
en común hay entre una y otra… Entendí el principio pero jamás fui capaz de
aplicarlo satisfactoriamente.
Las
dimensiones y distancias de esta ciudad la vuelven más manejable que la Ciudad
de México, pero algo hay aquí que la vuelve confusa para mí, quizá sea, paradójicamente,
tanto orden. La Avenida Rivadavia tiene 35 km de largo. Insurgentes, en México,
no se queda tan atrás con sus 28 km. Sin embargo, cuando recuerdo el tamaño
monstruoso del D.F. y lo comparo con la extensión mucho menor de Buenos Aires
me doy cuenta de que Rivadavia atraviesa más ciudad que Insurgentes. Las calles
son largas, muy largas, y no suelen cambiar de nombre, de modo que cuando uno
dice que su casa está por Gorriti la pregunta que sigue siempre es: ¿a qué
altura? Y si uno no lo recuerda, olvidémoslo, no hay manera. A veces veo que
estoy a una cuadra de la calle paralela a mi casa y, pese a que me siento
cerca, resulta que estoy a treinta cuadras. En México, basta atravesar un
parque, una avenida grande o una mínima curva para que las avenidas cambien de
nombre. En Querétaro, por ejemplo, para decir dónde vivía daba siempre una
referencia: Guerrero, pasando Universidad, ya se llama Cuauhtémoc, ahí vivo. Y
no había confusión posible. Acá tengo que decir: Acuña al 1300 y aprender a
orientarme por numeraciones. Los letreros en cada esquina no faltan, y una
cuadra comprende cien números. Extraño los principios de ordenamiento urbanos
de mi país. Eso que podría, para otros, parecer caótico, para nosotros es
bastante claro. Si en algo me siento extranjera es, precisamente, en la manera
de moverme en el espacio.
Un par de semanas después de haber llegado, me descubrieron el Mapa Interactivo de Buenos Aires, iniciativa del gobierno de la ciudad que se presenta como una alternativa a google maps en la que, a diferencia de éste, pueden hallarse con precisión tanto rutas de transporte público como ciclovías. Ahora no salgo sin consultar el mapa y en una ocasión me encontré a mí misma quedándome en casa porque la dichosa página estaba caída. Hay también una aplicación para el celular y ambas son extremadamente confiables. Sin embargo, no me gusta fiarme, no quiero ceder todo el control de mis pasos.
La ciudad no ha dejado de ser
confusa y seguramente, en los meses que me quedan aquí, no dejará de serlo.
Pero tengo el mapa interactivo, que me
dice sobre el camino más corto aunque se olvida de contarme, por ejemplo, que
caminar de noche al lado del parque de Las Heras puede ser peligroso. Eso sí,
me evita hablar con la gente y, si quisiera, podría no despegar los ojos de la
pantalla de la Tablet mientras un puntito azul me indica que no estoy perdida y
me arrebata esa sensación de angustia: tengo un lugar en el mundo y mi aparato
lo confirma.