martes, 29 de abril de 2014

Elogio del desorden



            Al ir aterrizando sobre Buenos Aires, lo primero que vi fue una cuadrícula de luz, en oposición a ese conjunto de manchas luminosas que es el D.F. cuando se ve desde arriba. El trazado decimonónico de las calles contrasta con el desorden atávico de México. 

            Buenos Aires no es una ciudad para perderse. Cuando llegué, lo primero que intenté fue orientarme con un mapa que compré en el puesto de revistas y en el que tardaba horas en encontrar una calle. Desistí pronto y empecé a preguntarle a los transeúntes cómo llegar a un lugar y otro. Afortunadamente, a diferencia de mi país, en el que la gente suele inventar direcciones con tal de decir que no sabe, acá conté con sinceridad e instrucciones claras que me permitieron moverme los primeros días.  Luego supe que existía una grilla de transportes y la compré. Un librito que contenía fragmentos de la ciudad en cada página y en el que, algo así como en esa tablita con la que me enseñaron a multiplicar en la primaria, tenía que ir ubicando las intersecciones de las rutas de colectivos para saber cuál tomar. Intentaron enseñarme: buscas la calle en la que estás en el plano, ves qué rutas pasan por ahí, buscas la calle a la que quieres llegar, ves qué rutas en común hay entre una y otra… Entendí el principio pero jamás fui capaz de aplicarlo satisfactoriamente. 

   Las dimensiones y distancias de esta ciudad la vuelven más manejable que la Ciudad de México, pero algo hay aquí que la vuelve confusa para mí, quizá sea, paradójicamente, tanto orden. La Avenida Rivadavia tiene 35 km de largo. Insurgentes, en México, no se queda tan atrás con sus 28 km. Sin embargo, cuando recuerdo el tamaño monstruoso del D.F. y lo comparo con la extensión mucho menor de Buenos Aires me doy cuenta de que Rivadavia atraviesa más ciudad que Insurgentes. Las calles son largas, muy largas, y no suelen cambiar de nombre, de modo que cuando uno dice que su casa está por Gorriti la pregunta que sigue siempre es: ¿a qué altura? Y si uno no lo recuerda, olvidémoslo, no hay manera. A veces veo que estoy a una cuadra de la calle paralela a mi casa y, pese a que me siento cerca, resulta que estoy a treinta cuadras. En México, basta atravesar un parque, una avenida grande o una mínima curva para que las avenidas cambien de nombre. En Querétaro, por ejemplo, para decir dónde vivía daba siempre una referencia: Guerrero, pasando Universidad, ya se llama Cuauhtémoc, ahí vivo. Y no había confusión posible. Acá tengo que decir: Acuña al 1300 y aprender a orientarme por numeraciones. Los letreros en cada esquina no faltan, y una cuadra comprende cien números. Extraño los principios de ordenamiento urbanos de mi país. Eso que podría, para otros, parecer caótico, para nosotros es bastante claro. Si en algo me siento extranjera es, precisamente, en la manera de moverme en el espacio. 

      
      Un par de semanas después de haber llegado, me descubrieron el Mapa Interactivo de Buenos Aires, iniciativa del gobierno de la ciudad que se presenta como una alternativa a google maps en la que, a diferencia de éste, pueden hallarse con precisión tanto rutas de transporte público como ciclovías. Ahora no salgo sin consultar el mapa y en una ocasión me encontré a mí misma quedándome en casa porque la dichosa página estaba caída. Hay también una aplicación para el celular y ambas son extremadamente confiables. Sin embargo, no me gusta fiarme, no quiero ceder todo el control de mis pasos. 

La ciudad no ha dejado de ser confusa y seguramente, en los meses que me quedan aquí, no dejará de serlo. Pero tengo el mapa interactivo,  que me dice sobre el camino más corto aunque se olvida de contarme, por ejemplo, que caminar de noche al lado del parque de Las Heras puede ser peligroso. Eso sí, me evita hablar con la gente y, si quisiera, podría no despegar los ojos de la pantalla de la Tablet mientras un puntito azul me indica que no estoy perdida y me arrebata esa sensación de angustia: tengo un lugar en el mundo y mi aparato lo confirma.