martes, 20 de octubre de 2015

Mamá, la niña tiene piojos



Son parásitos, como las amibas o como las lombrices de los intestinos. Parásitos. Eso me lo dijeron en una clase en la primaria, cuando ya los piojos habían habitado mi cabeza varias veces, muchas. Herklin, se llamaba el shampoo de envase blanco y letras verdes que usaban para bañarme hasta los siete u ocho años. Tuve piojos desde bebé, cuando mi madre y mi padre, maestros rurales, me llevaban con ellos a su escuela (que era también su casa, porque había una habitación acondicionada para ese efecto, pues del pueblo podía salirse sólo caminando unas tres horas —o en la camioneta de alguien, si tenían suerte—). Piojos porque los niños y las niñas me mimaban, me abrazaban, jugaban con esa cosa extraña que venía de vez en cuando y era la bebé de los maestros. Piojos porque todos éramos pequeños y porque el polvo y la pobreza y la falta de agua.

Cuando mi madre me devolvía a casa de la abuela, ella se enojaba y la regañaba por haber permitido que la niña se llenara de piojos. Y me lavaban la cabeza y me ponían al sol, con un peine fino, muy fino, hurgaban entre mis cabellos delgados hasta sacarlos a todos y devolverme la libertad de irme a brincar y chocar con los muebles una vez que mi tía concluía la tarea. Pobrecita la niña que tiene piojos. Pobrecita la niña que se tiene que quedar quieta muy quieta mientras la espulgamos. Pero a la niña, pobrecita, no le importaba. Y siguió sin importarle muchos años.


En los Libros del Rincón, esa colección de literatura para las aulas de la SEP, había un cuento que se llamaba La niña de las perlas: una huérfana piojosa recibía el hechizo de una bruja que convertía los vampiritos capilares en perlas y, aunque luego volvían a ser los mismos bichos indeseables, finalmente desaparecían. Lo leí muchas veces pero no entendía, ¿qué nos estaban queriendo decir con él? 

Una vez, mi abuela le contó de los bichos a un novio que tuve. Él rio durante mucho rato. No podía creer que yo, que los piojos, que mi cabeza infestada. Qué chistoso. Qué vergüenza. Y es que yo crecí en pueblos, él en una ciudad. Mi acento de la infancia era muy agudo, notorio, ranchero. En mi pueblo no había librerías, aunque sí muchos libros en casa: enciclopedias que se vendían de puerta en puerta, volúmenes que les daban a mis padres para compartir con sus alumnos, ediciones resumidas de clásicos juveniles que papá y yo comprábamos en el puesto de periódicos, muchos más de sus años de estudiante. Libros y piojos. Hasta ese momento me di cuenta del estigma que éstos podían representar (es cierto que mi abuela reprendía a mi madre, pero la reprendía igual porque me ensuciaba cuando jugaba en el piso, porque a la sopa aguada le ponía cilantro —¡¿a quién se le ocurre?!—, porque me dejaba comerme primero el pan y beberme la leche al último…). Nunca me habían parecido algo serio, pero tampoco gracioso. Esa risa descolocada me dijo muchas cosas: de dónde venía yo, cómo me veía él, qué podía, ante sus ojos, definirme. Ya no era una niña y sin embargo. Ya no era niña pero me vino una comezón que tardé un tiempo en desentrañar. 

Este fin de semana mi hermana y yo nos pusimos a ver fotografías viejas, aparecieron un par de cuando muy pequeña y recordé episodio del exnovio, los piojos y la abuela. Se lo conté a mi madre y su respuesta fue que por eso uno tenía que aprender a quién contarle “ese tipo de asuntos”, porque no a cualquiera. ¿Qué asuntos? ¿Quién cualquiera? Noté que los piojos la avergonzaban y que yo nunca compartí esa vergüenza, que la culpa la dirigía hacia mí por exhibirlos y no hacia él por burlarse. Que aún nos falta mucho: ella, con sus alumnos con piojos, sus cincuenta años y su intención cada vez más mitigada, pero aún latente, de guardar apariencias, se olvidó de que esos bichos también habían sido parte de mi infancia, lo mismo que los sombreros, los vestidos bonitos, el bordo y las palmas de yuca; lo mismo que el pulque que una vez bebí por accidente en lugar de atole. De alguna forma, también recuerdo con añoranza esas horas de tedio sentada al sol y lo inevitable del contagio. Los niños teníamos piojos y los adultos una fórmula para removerlos, eso era todo.

Pienso en el resurgimiento de esa plaga, no sólo en espacios rurales sino en muchos centros urbanos, y en que siguen asociados a la idea de suciedad y de marginación. Pienso en las diferencias inventadas, en los piojos de adentro.

Se llama pediculosis la infestación y ataca sólo a seres humanos.

Es difícil de remover porque la mayoría de los tratamientos matan a los especímenes vivos pero no a las liendres. 

Los piojos no pueden saltar de una persona a otra. 

Los huevos de los piojos no pueden prosperar sin el calor humano. 

Los piojos no pueden vivir más de un par de días fuera de una cabeza.