viernes, 22 de mayo de 2015

Por qué este blog se llama como se llama



No debo haber tenido más de dieciocho años cuando leí por primera vez a Olga Orozco. Estaba en un taller de poesía, y la tallerista llevó la antología Eclipses y Fulgores, editada por Lumen. Abrió el libro y me lo acercó, para que leyera en voz alta. "Con arenas ardientes que labran una cifra de fuego sobre el viento/ con una ley salvaje de animales que acechan el peligro desde su madriguera/ con el vértigo de mirar hacia arriba"... Con el vértigo de mirar hacia arriba. Era "No hay puertas", ese poema que desde entonces me acompañó como un enigma que no sabía descifrar, y también como un mantra. Quién era esa voz y desde dónde, qué con esa mujer cuyos versos parecían siempre un ritual, qué con ese ritmo. Iba y volvía a Orozco siempre y en 2010, cuando tuve que plantear la tesis de licenciatura que finalmente no realicé, ahí estaba ella y todas las preguntas que me hacía y todo lo que no entendía pero me cautivaba. Luego, la maestría y el proyecto. La teoría. Las clases. El tiempo para leer, releer, volver a leer, volver a pensar, odiarla. A la mitad, yo, partida, yo, rearmándome, yo, sin entender nada. Haciendo una tesis que en el fondo era también hacerme a mí, de nuevo. Otra vez ahí estaba, cada verso como una posibilidad de asirme a algo.

Durante más de siete años Olga Orozco fue una presencia -por decirlo de alguna forma- constante que me cubrió el costado del miedo, que me enseñó a pensar de cierta forma, me moldeó unos ojos para ver distinto. No sé cuánto de lo que escribo, digo y siento viene desde ella. Me encuentro varias veces al día recordando algún verso, citándolo de memoria (y mal, porque mi memoria tergiversa), poniéndolo como epígrafe para alguna circunstancia. Hace un par de semanas, me invitaron a dar una clase sobre Orozco en la facultad. La misma clase que yo tomé hará unos cinco años. Y tuve la sensación de estar cerrando un proceso e inaugurando otro. Por ella también hice el viaje que me cambiaría la vida. El nombre de este blog es un verso de "Sol en Piscis", abrirlo y llamarlo así fue una forma de asumir lo que quería para mi vida, de poder decir: sí, aquí estoy, y éstas son las palabras que hago y me hacen. 

Ayer que presenté el examen, una de mis sinodales me preguntó por el epígrafe: Mi casa es la que nunca termina de llegar, otro de sus versos, y cómo lo explicaba en relación a lo que había expeusto. La respuesta escolar la di entonces, pero hubo algo que me faltó agregar y que pongo acá: eso al final es lo que me queda, ésa es la sensación: mi casa es la que no llega pero es ésta, y se hizo también con cachitos de lo mucho que aprendí de Orozco en el camino. No llega nunca porque sigo en deuda, porque dudo, porque no estoy segura de nada. Hay miles de cosas que quisiera contarles sobre lo que aprendí de ella, sobre lo que no comprendo, sobre lo que me gustaría estar hablando. Hay otras cosas que se conectan con mi vida de una forma que no alcanzo a describir, con lo más adentro, con lo más yo. Ahora vuelvo a leerla con otros ojos, despojada ya de las presiones y los artefactos que tuve que construir para formar algo que en mí sigue siendo informe, más una sensación que un conocimiento, más una figura ligada inextricablemente a lo que soy que un objeto de estudio. 

Estoy rodeada de personas maravillosas que hacen que este rumbo que ando sea mucho más fácil y gozoso, y hoy, al cabo de tanto y a la vez tan poco, tengo la certeza de estar, por fin, haciendo exactamente lo que quiero, viviendo como me gusta y, sobre todo, siendo feliz con esa felicidad mansa, calma, poblada también de fantasmas, ausencias y cosas que duelen como un jardín inalcanzable allá, en el fondo. Nuestro largo combate a muerte con la tesis fue también un largo combate a muerte con la vida, Olga. Hemos ganado. Hemos perdido, porque ¿cómo nombrar con esa boca, cómo nombrar en este mundo con esta sola boca en este mundo con esta sola boca? No lo sé, pero otra vez te digo que lo intento.

viernes, 1 de mayo de 2015

Hormigas negras y hormigas rojas


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Salí con Esme a la tienda, de regreso paramos en el parquecito y nos sentamos a platicar un poco. Le conté de mi abuela muerta hace ya más de diez años, de la fiesta de cumpleaños que no tuve porque ella no alcanzó a preparármela, del miedo atroz que tuve al meteorito que pasó cerca del planeta por esas fechas. «Para qué me preocupo por eso si tal vez para entonces ya no voy a estar», dijo mi abuela, y ésas fueron de las últimas palabras que le escuché.

Antes de continuar la vuelta a casa vi por un segundo la fila de hormigas rojas que se perdían en una grieta de la jardinera y recordé otra escena. Recordé que me paseaba curiosa por el patio, todavía de tierra, mientras mi padre preparaba la comida. La puerta estaba entornada, olía a tomate frito, a pasta con crema. Se escuchaba alguna música, tal vez José José o Rocío Dúrcal, allá en el fondo. Tomé un palito e interrumpí con él el camino de las hormigas, que lo treparon. Cuando lo levanté, un par cayó al suelo; una o dos que quedaron avanzaron por mi mano, la última se detuvo en la yema de mi dedo índice y me mordió fuerte. Mis asustados cuatro años gritaron como pocas veces y mi papá salió corriendo. Se puso de cuclillas y me rodeó con el brazo, luego envolvió mi dedo con una servilleta de papel. Pensé que seguro no me serviría de nada, pero como la intención de él era buena entonces haría como si sí para no desilusionarlo. El llanto dio paso a los sollozos, y luego a mirar de nuevo la fila de hormigas que ya había retomado el trayecto. Él se fue a mover la sartén y yo seguramente me busqué otro juego.

Con las hormigas negras, en cambio, tuve otro entendimiento. Una prima me enseñó a aplastarlas para quedarme con su olor tan peculiar en la piel. Así lo hice una ocasión en el jardín, cuando éste ya estaba cubierto de pasto. Papá no estaba, mamá trapeaba la sala: además del insecto entre mis dedos, olía a limpiador de pino.