El tiempo en la mano no es el control del tiempo.
Adrienne Rich
Al principio no pude ver sus manos, le habían puesto guantes para que no se desgarrara la piel con esa comezón que la atacó este mes. Fue lo último que sintió, al final le quedaron sólo pequeños estertores como el reflejo de querer seguirse rascando, de querer remover de su carne la muerte que ya se le pegaba. Mi abuela se puso amarilla. El diagnóstico: cáncer de vesícula extendido ya al hígado, restos de una trombosis pulmonar de la que salió sin tratamiento (mi única paciente de edad avanzada que ha logrado sobrevivir a eso, dijo el médico), muerte por exceso de bilirrubina en la sangre. Que se le sube la bilirrubina ay se le sube la bilirrubina, cantaba mi cabeza para traicionarme con una broma que no daba risa y me hacía contar el camino de minutos que quedaban al ritmo de una música parecida a la de los juguetes cuando se les acaba la cuerda o la batería.
Cuando llegué ya no hablaba, pero seguía ahí, lo sé. Setenta y nueve años, casi ochenta, retorciéndose en la cama azul. Tres días sin comer y sin beber, me dijeron. Tres días yéndose. Desesperada. Preocupada.
Va a entrar en coma, explicó mi tía, irremediablemente en coma, dijo cuando ella ya miraba poco pero todavía hacía esfuerzos por tragar y en su cabeza tal vez me mentaba la madre por obligarla a tomar una pastilla para el dolor que le disolví en cocacola. Luego se empezó a quejar, a sudar frío, a aventar manotazos e intentar liberarse de los abrazos que le dábamos para calmarla. Ya nada funcionó. Llamamos al doctor y cuando él llegó Mima ya no respondía al dolor, ya no movía los ojos. Le quedaba una respiración agitada, desigual. Hace una semana tuve una paciente en las mismas condiciones, dijo el médico, murió a las seis de la mañana.
Eran las siete de la tarde y el daño cerebral borraba toda posibilidad de conciencia. ¿Nos escucha, doctor? No sabemos, sabemos muy poco, pero sí que siente a la familia. La besé en la frente manchada por las cicatrices de su prurito sangrante. Aquí estamos todos, Mima, aquí estamos y te queremos. Alguien en la habitación se preguntó en voz alta: a ver si pasa la noche. No, no pasa, dije mientras en la boca de la abuela su lengua parecía un animal acorralado. Tres movimientos tenues y luego nada, el pulso no se sentía desde hacía un momento. La tía le acercó el reflejo negro de su celular. Con la esperanza de que despojar de artefactos plásticos aquella revisión serviría para volverla falsa, saqué de la bolsa el espejo con que todos los días me pinto los labios. Ya no lo empañó. Mi hermana y yo gritamos, corrimos como para alcanzarla en algún sitio de la casa. Nos regañaron como si fuéramos niñas porque pensaban que no era cierto, que mentíamos. ¿Cómo fue? Preguntó mi madre, ¿Qué hizo? Nada. Dejó de respirar.
El reloj de arena del amarillo subiéndole del vientre a la cabeza derramó la última gota mientras a lo lejos se oían los trailers por la autopista, esos mismos que me arrullaron en la infancia, cuando la abuela me arropaba y me abrazaba: mi niña, mi pedacito de cielo. Ahora era yo quien le hablaba igual a ese cuerpo mínimo de cabellos muy cortos.
¿Cuánto habrás sufrido, Esther, en el campo, con tus padres obligándote a trabajar la tierra con tus siete años y el estómago sin comida? ¿Cuánto habrás sufrido con un marido que te decía que seguro tus dolencias —ésas que te deformaban las piernas y las manos— eran un pretexto para no hacer nada? ¿Cuánto cuando les hiciste a tus hijas unos vestidos con la tela del colchón que la vecina había tirado a la basura? ¿Cuánto cuando murió la tía Juana recién salida del hospital, que llegó a casa sólo para saludarte y morirse de noche, cuando ya pensábamos que se salvaba? Me gustaría decir que no importa más, pero me hiere por no haber podido hacer nada y porque sé, aunque no lo queremos aceptar, que esas dos horas, las casi últimas, te dolió mucho y tuviste miedo y estuviste sola incluso con todas a tu alrededor, porque en el momento final, o acaso en todos los difíciles, siempre se está sola.
Fui al portal a buscar uno de los rosarios que, pese a tu vocación, te permitiste colgar. Muy sencillo, de madera pintada de rosa y remates de metal mal hechos. El olor de tu último chocolate, fresco, recién moldeado ya por las manos de la tía Rosa y no por las tuyas, me torció el músculo de la nostalgia. Me vi con cinco años y cara de travesura yendo hacia la tina en la que la mezcla tibia de cacao, canela y azúcar le daba forma a ese sabor que ya no volveremos a probar igual. Tomaba un pellizco y me iba corriendo mientras, ya del otro lado de la casa, escuchaba el "ay, demontre de muchachilla, pero ya verás..."
Las plantas han mermado desde que se fue la tía Juana y esta mañana el velorio amaneció sin flores; dos helechos grandes, frondosos, acompañan la modesta caja. Para los pocos asistentes hay pan de dulce, polvorones y cocoles, como le gustaban. Ahora mi hermana escucha esa canción del libro abierto, bajito, muy bajito porque no queremos que piensen que no estamos tristes. Ella recuerda así a la abuela cuyas letras nunca vimos y a la que yo un día le pregunté angustiada, si podía leer y escribir y que me respondió sólo con una carcajada sonora.
Nadie sabía rezar el rosario, pero lo busqué, investigué la manera, y dirigí como si supiera, como si tuviera fe, como si me oyera. El acto de pronunciar, de prometer y hacer cadenas que yo sé que se van a romper apenas dichas: es una comunidad muy breve pero que nos envuelve y, por un instante, mientras no se me corta la voz y las lágrimas no mojan el papel, me hacen sentir sin miedo. Cada repetición de los padrenuestros, de la letanía, hace un manto que va cubriendo por última vez su rostro, sus frascos de medicinas, los zapatos que se quedan sin dueña. En este momento sólo me alivian las palabras, y aquí se oyen muy pocas.
Descansa, Esther, descansa con los hijos y el nieto que enterraste. Pídele a la tía que te haga una blusa con flores pequeñitas, que te siembre más plantas, y que te cocine un banquete de tacos dorados y enchiladas, que al fin ahora te habrá vuelto el apetito y ella estará para agasajarte.
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