viernes, 23 de septiembre de 2016

Por qué digo que soy lesbiana

Empecé a pensar que podía ser lesbiana cuando tenía 23. Digo 23 por poner una edad, pero podría decir que a los seis, cuando le confesé a mi madre que estaba enamorada de Thalía y ella me pidió que nunca más lo repitiera. Que a los siete cuando mi tía —la más mocha— me contó que las mujeres no se tomaban de determinada forma las manos, que las mujeres que se besaban se llamaban lesbianas, y yo no pude quitarme el hormigueo de esa palabra que repetí decenas de veces en voz baja, como conjuro o como mantra. Podría decir que a los trece, cuando me excitaban las faldas de mis compañeras. Decir que a los dieciséis, cuando quería besar a mi amiga y sabía que ella también. A los veinte, cuando me descubría deseando a la novia de mi amigo. Creo que el deseo estaba y también creo que ese deseo por otras mujeres está potencialmente en todas las mujeres, pero no tenemos manera de nombrarlo o de entenderlo, lo disfrazamos de simpatía, de amistad, de cualquier cosa. Pero digo a los 23 y pongo fecha y hora al día en que empecé a renunciar a la heterosexualidad que no me dejaba ser feliz. Le dije adiós a todo lo que debía ser y hacer y me lancé a algo que no tenía forma ni sentido ni era adecuado ni era para lo que me habían educado, y que sin embargo se sentía extraordinariamente bien. En el camino supe que la lesbiandad también podía ser una elección, un rechazo a la heterosexualidad impuesta y que las feministas de los setenta no sólo lo tenían claro sino que muchas de
La imagen sale de este tumblr, donde hay muchas otras
bastante interesantes: http://h-e-r-s-t-o-r-y.tumblr.com/
ellas lo tomaban como bandera. Le dije adiós a la heterosexualidad no sólo como preferencia sexual sino como modo de entender la vida. Adiós a eso y hola a los feminismos, a la sororidad, a las amigas. Tardé, es cierto, muchísimo tiempo en asumirlo, dudé tambaleé probé y enloquecí. Me buscaba. Me buscaba en mí y en otros deseos disidentes, en otros cuerpos que se me compartían y a los que yo también me prestaba. En gestos, en sonrisas, en complicidades tejidas frente a mucha gente diciéndome que yo no era eso, que una etapa, que ya se me pasaría. Me perforé la nariz. Cambié de país. Regresé a mi país. Me corté el cabello y dejé de usar vestidos. Conservé el cabello corto y volví a los vestidos. Me tatué. Escribí. Escribí siempre y mal hasta que un día no me dio más vergüenza decirlo. Hasta que un día yo ya no me di vergüenza.

Salí a la calle siendo lesbiana, siempre con el miedo de que me fuera a encontrar alguien de la familia, algún amigo de la secundaria, alguna niña del pueblo. Un día con risas y alegría y nervios se lo confesé a mi madre y su respuesta incómoda pero sonriente fue que qué bueno el queso que nos estábamos comiendo (después de todo, tuvo veinte años para agarrar el pedo). Cuando lo hablé con ella, supe que no hacía falta decírselo a nadie más.

Pero necesité equivocarme, buscar, confiar y probar. Dañé sin querer a otras y me castigué y me perdoné por ello. Necesité amigas y respuestas y preguntas, necesité oídos y bocas. Necesité conocer femmes, butches, tomboys, feministas, heterofeministas, lesbofeministas, lesboterroristas. Pintoras, fotógrafas, músicas, activistas, diseñadoras, cineastas, académicas, escritoras. Experimentar la diversidad, gozarla en serio, entender que apariencias, discursos y actitudes no siempre estaban ligadas y que cualquier expectativa mía al respecto era un prejuicio. Me enamoré de mujeres y volví a enamorarme de hombres varias veces, hasta que me lastimé lo suficiente como para querer estar sola y luego aprendí a estar sola y gocé de estar sola y no quise renunciar a estar sola. Defendí ser yo y dejé de pensar que el amor era lo más importante. Luego volví a pensar que el amor, pero no el tradicional ni necesariamente el de pareja, sino el amor en sí mismo, el cariño, era lo más importante. Me contradije me contradigo mil veces y me escucho y me doy tiempo. Me confundo y disfruto también estar confundida. Leo lo que puedo y lo que me interesa, lo discuto, lo comparto. Entiendo que a veces lo mejor que puedo hacer es guardar silencio.

Ser lesbiana no significa que no volveré a involucrarme con sujetos masculinos ni nada por el estilo. No cultivo el odio, no lo fomento, no lo acepto, no lo internalizo. Evado las críticas a ultranza, intento no hacer generalizaciones. Veo la cara de sorpresa de mis antiguos amigos ante los arcoíris en mis redes sociales y a veces la comprendo. O la celebro. O ya no me importa. Entiendo que ser lesbiana es también renunciar a personas que creía cercanas y ahora me sacan la vuelta, que es acercarme a otras que me parecían incomprensibles, lejanas, opacas. En el camino soporté —en silencio, por pudor, por miedo, por reprimida— a un editor que amenazó con divulgar mis preferencias sexuales si no me alineaba, a un colega (o dos, o tres) que intentó ligarme cuando fui con mi pareja mujer a la fiesta, a una maestra muy querida diciéndome que en realidad yo no era lesbiana sino que no encontraba un hombre que me tratara y cogiera como se debía; a alguien que no conozco que abrió twitter sólo para insultarnos a mí y a mi pareja por estar juntas. Perdí la cuenta de las veces que me llamaron feminazi, que me instaron a salir del closet, que apelaron a la tenencia de arena en la vagina (¿Y si así fuera? Exceso de playa y no otra cosa). Tengo amigos y los procuro, confío en ellos. Aprendo a ser reticente pero no repelente con los extraños.

La ruta que no va a terminar nunca también ha implicado muchas horas de fiesta, de besos clandestinos, de películas. Vi todo el cine lésbico que pude, leí los poemas, los libros que hablaban sobre mi deseo recién asumido. Me di cuenta de los clichés y los rechacé, me di cuenta de los clichés y los asumí. Llegué al psicoanálisis feminista y me hice analizar. Tomé cursos, escuché conferencias, leí artículos, libros, me rodeé de mujeres que habían dado ya los pasos que yo apenas presentía. Comunidades móviles y comunidades fijas, amigas residentes y amigas fugaces. Lenchas y bugas que escuché y me escucharon. Aprendí a renunciar a quienes me hacen daño y a mantenerme cerca de quienes traen luz o paz o torbellino alegre. Fui a mi primera marcha del orgullo hace unos meses, y aunque se sintió liberador tuve miedo de subir fotos, luego lo hice y estuve respaldada y acompañada. Tuve un contingente para ir a la marcha y lo mismo tengo a muchas amigas, hermanas y compañeras a quienes recurrir cuando lo que sea. Afectos y solidaridades que correspondo y construyo nuevos todo el tiempo.

Estoy ahora en una relación que deseo duradera y se reinventa cada que ella o yo reconocemos otra capa de patriarcado en nuestras formas de querer. Querernos así es una fuga, un refugio, una pausa. Querernos así nos hace bien. Querernos es algo que defenderemos incluso si es sólo para hoy. Un acto de valentía que ejercemos con gusto y fuerza, con canciones aprendidas y desaprendidas, pero con canciones. Arroparnos sin poseernos, compartirnos, mirarnos imperfectas. Querernos es raro y celebramos la rareza, celebramos nuestra diferencia y nuestro derecho a que no importe. Deconstruimos lo que queremos, lo que podemos, lo que no nos sirve. Luchamos porque la norma no se nos suba a la espalda aunque tal vez un día nos casemos porque se nos da la gana. O no. Luchamos por el derecho a nuestras contradicciones, a los trastabilleos, a los dos pasos hacia adelante (¿dónde es hacia adelante?) y los tres para atrás. Cambiamos, peleamos, nos movemos. Juntas y cada una por su cuenta. Discutimos. Nos separamos. Volvemos a estar juntas: no estamos obligadas a ser una pareja perfecta porque, además, no sabemos qué es ser una pareja perfecta. No estamos obligadas a nada.


Ya nos enseñaron Rolnik y Guattari y más gente que el ejercicio libre del cuerpo es una rebelión contra el sistema, por eso el lesbianismo que elijo es feminista, anticapitalista, antirracista y luminoso como muchas luciérnagas juntas. Es, por tanto, un lesbianismo político; no podría ser de otra manera. Digo lesbiana y pienso en devenir: hacerme, reconocerme. Aun así, comprendo poco y no tengo nada estable, pero por fin me veo a mí misma en mi apariencia y en mi forma de plantarme en el aquí, ahora. Escribo esto desde las ganas de no tener que calcular los peligros antes de besar en la calle y desde la sonrisa que se me dibuja y que ya, como lo bailado, nadie me va a quitar.

*Este texto debe mucho a los tuits de @MacariaLara que me hicieron cuestionarme otra vez, leer más, revisitar lo que ya tenía escrito.  Y de paso animarme a publicarlo. 

viernes, 9 de septiembre de 2016

un zoológico. una conversación en una lengua que podría ser español

un zoológico. una conversación en una lengua que podría ser español
una conversación en una lengua familiar para alguien.

dos mujeres a lo lejos algo que parece una sonrisa seguido
de algo que parece un roce. tal vez ni siquiera ellas
saben si se tocaron. tal vez el roce es un anuncio.

una conversación en español
un tacto con esa lengua. una lengua así.

dos siluetas de dos mujeres a contraluz una tarde. dos
siluetas que en cinco horas ya no quedarán en la memoria:
lo animal está siempre para distraer el ojo de lo humano.

un zoológico. una conversación en una lengua que
parece familiar entre gritos de monos aullidos bestias:
una conversación en este orden de cosas es una fisura.


accidents are always supposed to happen. 

miércoles, 8 de junio de 2016

Can we do it?*

 



Fue durante la década del cuarenta, en plena Segunda Guerra Mundial, que surgió la famosa imagen del We can do it:  muestra a una mujer trabajadora con blusa de mezclilla y paliacate de puntos. Nosotras podemos, dice, porque durante esos años era necesaria la fuerza obrera femenina para sostener a las industrias en ausencia de los hombres que iban a los campos de guerra. Era necesario sacar a las mujeres de sus casas y llevarlas a las fábricas para que la economía no colapsara. Trabajen, señoras, para sostener a la patria.

Hacia los ochenta, esa misma imagen fue retomada como emblema de poder y fuerza por algunos grupos feministas. Se olvidó, sin embargo, que luego de la guerra vino todo un esfuerzo por revalorar a la familia: el país necesitaba más que nunca ciudadanos de bien y, con los hombres de vuelta, la tarea femenina era la de procrearlos y cuidarlos. Los espacios que las mujeres ganaron en el ámbito público no estuvieron acompañados de un reparto más equitativo de las tareas domésticas: salir a trabajar no eximía de cumplir con las actividades de un ama de casa ejemplar. O sea, sí que siguieran trabajando pero que también se regresaran a limpiar sus casitas, pues, que ya las tenían medio desarregladas.

         Pensar que hoy el panorama es muy distinto es por lo menos ingenuo. Existe un sinnúmero estudios en los que se señalan temas como la brecha salarial (en México las mujeres ganan entre 15 y 20% menos que los hombres) y las diferencias entre las horas que hombres y mujeres inmersos en el ámbito académico dedican al trabajo doméstico[1]. El trabajo de cuidado sigue siendo delegado principalmente a las mujeres y se imbrica con una idea del amor en la que la figura de la madre devota de hijos y marido implica necesariamente una posición de renuncia o, en todo caso, de ampliación de obligaciones y responsabilidades.

         
         Toda racionalización que se pone sobre las emociones implica hacer ideología, insertar en un sistema. De alguna forma eso nos saca de ser animalitos que andan corriendo libres por el bosque en busca de los mejores especímenes para la progenie. El concepto occidental tradicional común del amor, ése que se celebra el 14 de febrero con corazoncitos, peluches y chocolates, implica dos salidas, la del enamoramiento y la del sostenimiento de una familia; se inserta en un sistema capitalista y heteropatriarcal que se sienta sobre la base de la plusvalía y el trabajo. Silvana Federici es muy lúcida cuando enuncia las problemáticas derivadas de la individualización de los trabajos de cuidado en la época contemporánea. No es descabellado pensar entonces que el trabajo doméstico no remunerado, predominantemente femenino, es el soporte de toda una estructura de explotación común:   “El capitalismo se apropió del trabajo no pagado, se construyó sobre la degradación del trabajo de reproducción y del cuidado. Pero no es un trabajo marginal sino el más importante, porque produce sobre todo la capacidad de la gente de poder trabajar”[2]. Se reviste de cariño lo que, además de serlo, implica también una labor que permite que el sistema económico siga funcionando: en la mayoría de los casos son las mujeres quienes se encargan de cuidar a los hijos, a los ancianos, de proveer a las familias del bienestar necesario para que todos sus miembros realicen actividades productivas y ese trabajo inicial se oculta o se desvaloriza. Termina siendo la tarea de una sola persona lo que tendría que pensarse a partir de condiciones laborales o de soporte social que resolvieran eso que en realidad compete al colectivo. Ah, pero querían tener hijos y además trabajar, ¿no?

          
          Cuando se habla las strong and independent women y de liberación femenina es común que esto se haga a partir del movimiento de liberación sexual de los setenta en Estados Unidos: hombres y mujeres comenzaron a ejercer, más o menos libremente, su sexualidad y, en el caso de las mujeres, esto supuso cierto dominio sobre el propio cuerpo. Pero la píldora anticonceptiva y la virtual posibilidad de coger con quien fuera no vinieron solas: para contrarrestar esa libertad, la moral tomó más fuerza que nunca: el mito romántico del sexo por amor: hacer el amor y no coger: involucrar los sentimientos.  Es común que a nosotras se nos siga diciendo que el ejercicio de la sexualidad debería implicar necesariamente a nuestras emociones, lo que supuestamente no siempre sucede en el caso masculino.

          Esas diferencias nada sutiles en la educación son las que marcan otra diferencia que, aunque invisibilizada mediante múltiples estrategias, redunda en una idea de liberación que se encuentra estrechamente relacionada al deseo masculino. La lencería y la pornografía típica. Chichis pa’ la banda. La industria del sexo y el erotismo que asume a las mujeres principalmente como seres que pueden ser deseados, y no necesariamente como seres deseantes.

           Tenemos entonces que, además de cuidar lacasaloshijoselmaridoelperrolosabuelos, las mujeres que logran escapar de esta perspectiva del amor y quieren ocupar espacios en la vida pública deben luchar por obtener un trabajo en el que les paguen el mismo varo que sus colegas hombres, por lugares equitativamente distribuidos en todos los ámbitos —para eso sirven las cuotas de género, batos— por que sus producciones —si hablamos de arte, literatura, ciencia o en realidad cualquier área— sean valoradas y debidamente reconocidas.

       Si esto no fuera suficiente, hay que añadir un asuntito más: las muchachas tenemos que ser bonitas, arreglarnos, no “descuidarnos”. Hacer dieta. Pensar en qué ropa tenemos que ponernos para determinada ocasión —todo menos estar fuera de contexto, todo menos salir con una blusa demasiado colorida para una ceremonia sobria. Sonreír. No ser groseras, no gritar, no enojarnos, no histeriquear. Que no se note que estamos en nuestros días. Las mujeres tenemos que ser tiernas y dulces y amorosas. Y si nos asumimos feministas, pues hay que ser feministas tranqui, como Emma Watson, no feminazis, porque eso es hembrismo y pues está mal. (Sí. Obviamente está mal, y obviamente no lo queremos, y obviamente nuestras luchas van mucho más allá de una simplificación como esa. Si les interesa, me avisan y les mando unos pdfs bien buenos que tengo por ahí de feminism for dummies, les explicaría pero no me alcanza el tiempo. Ya les dije: tengo que cuidar mis plantitas y limpiar mi casita y pintarme los ojitos.) Lo que sí, es que después de pensar en todas estas cosas a ustedes y a mí nos queda muy claro lo libres y poderosas y fuertes que hemos llegado a ser las morras, ¿a poco ño?






[1] En la página del Programa Universitario de Estudios de Género (UNAM) pueden encontrarse algunas estadísticas que evidencian estos fenómenos. http://www.pueg.unam.mx/index.php/formacion-academica/diplomado/11-equidad-de-genero/57-numeros-y-genero

[2] Lo dice aquí http://desinformemonos.org.mx/no-puedes-resistir-a-la-opresion-si-no-tienes-confianza-en-que-otros-lo-haran-contigo-silvia-federici/ y en un chorro de lados más. Yo que ustedes me echaba la entrevista completa, nomás por no dejar.

martes, 29 de marzo de 2016

¿Con azúcar o edulcorante?

Sara Uribe (1978) estuvo en Querétaro (su ciudad natal, aunque pocos lo recuerden, dice) para dar un curso sobre reescrituras. Aproveché la ocasión y, además de asistir, le pedí una entrevista para Enter Magazine, aquí los resultados. Pedimos té de guayaba, charlamos un poco. Cuando voy a empezar a grabar, comienza la música en vivo, luego se larga a llover un aguacero inusual en marzo y es imposible iniciar la entrevista por el ruido. En medio del agua, nos acercan al hotel de Sara; en el restaurante nos ponemos en la mesa más alejada del patio y el mundanal ruïdo.
Fotografía por Anaclara Muro
Y: ¿Dirías que tu poesía responde a alguna exigencia contemporánea? ¿Los tiempos en los que vives te demandan crear algo en específico? Me interesa saber cómo entiendes la relación con tu época.
S: Como una demanda o una exigencia no lo ubicaría…
Interrumpe la mesera: señorita, ¿toma azúcar regular? ¿azúcar o edulcorante?
S: Así está bien, gracias. Puedes poner eso: Señorita, ¿su poesía con azúcar regular o edulcorante? Sería una gran respuesta (risas y continúa). No, la verdad es que no me siento obligada a escribir un tipo de poesía en particular. Creo más bien que los tiempos en que vivimos, la realidad del país y del lugar donde radico, me han abierto la posibilidad de hacer una revisión sobre los temas que quiero tratar y también sobre las formas que deseo emplear para tal efecto. Pienso además que, justo a la par de estos acontecimientos en mi entorno, he tenido encuentros afortunados con literaturas, teorías y estrategias que me han ofrecido los vehículos escriturales apropiados para hilar ciertos temas. Por ejemplo, fue de forma paralela al apogeo de la guerra calderonista que me topé con la escritura conceptual. En esa época, y a través de unas traducciones que Marco Huerta, un poeta amigo mío, realizó sobre sendos ensayos de Vanessa Place y Kenneth Goldsmith, conocí el conceptualismo y me acerqué a la idea de la escritura a través de la apropiación. Posteriormente, a partir del trabajo teórico de Cristina Rivera Garza, me aproximé a lo que ella denomina como poéticas de la desapropiación y necroescrituras. Pienso que cuando uno está indagando sobre un tema se encuentra esta clase de cosas, es decir, creo que he tenido felices hallazgos porque estoy tratando de entender. La violencia ha impactado de manera profunda la vida social de nuestro país y los últimos años de mi vida. Si no encuentro una vía para comprenderla, temo situarme ante la pérdida total de sentido.
Y: Parece que la idea de simultaneidad en este presente nos exige formar una posición muy pronto y tener opiniones rápidamente. ¿Dirías que eso repercute en los modos y los temas para producir poesía?
S: Que sea una repercusión consistente en toda la producción poética no lo creo, pero es posible que ocurra así en algunos casos. Por ejemplo, Ayotzinapa impactó de una forma muy distinta a otros sucesos terribles, igual o más violentos: pienso en los 72, en las fosas de San Fernando, en Villas de Salvárcar, en los feminicidios de Juárez y, a diferencia de estos últimos, en torno a Ayotzinapa ha habido una creación poética mucho más nutrida. Digo, en el 68 también hubo una reacción a través de la escritura, pero quizá lo que pasa es que ahora tenemos medios que nos permiten comunicar y hacer públicas nuestras respuestas inmediatas. Son muchas cosas las que suceden, no sólo en el país, sino en el mundo. Es imposible reaccionar a todas. Por otra parte no estamos obligados a responder a cada una de ellas, pero si alguien siente la necesidad tiene la posibilidad de hacerlo rápidamente. Personalmente voy más por una ruta que no es la de la inmediatez, me gusta poner distancia entre el hecho y la escritura, porque a veces la velocidad, en mi caso, se traduce en visceralidad. Requiero dejar pasar tiempo para entender lo que está ocurriendo y acercarme a través de la escritura. Quizás a otras personas les funciona muy bien una proximidad instantánea, yo me tardo, por lo general, mucho en responder. Me es muy difícil asumir de inmediato una postura y todavía más crear alrededor de un hecho, lo cierto es que tengo que tratar de entenderlo desde varias vías antes de poder abordarlo.
Y: Justamente pensando las redes y los nuevos medios, ¿cómo dirías que eso cambia la manera de construir el campo cultural? ¿Cuáles son los procesos de legitimación que se transforman? ¿Cómo se inserta el escritor?
S: Recuerdo mucho que en un Hay Festival había un par de escritoras jóvenes que parecían escandalizadas con el hecho de que cualquiera pudiera tener acceso a un blog: "¿Pero cómo es eso? Ahora cualquiera va a decir que es escritor". Palabras más, palabras menos, eso fue lo que dijeron. A mí me parece todo lo contrario, me alegra mucho ver que los jóvenes tengan ahora todas estas plataformas para escribir. Con la aparición de los blogs, en efecto, cualquier persona puede tener acceso a escribir lo que se venga en gana: escritura literaria, personal, escrituras en general. Me parece gozoso que estemos en una época en que la gente pueda estar escribiendo más.
En el caso particular de la construcción de una carrera literaria, pienso que todavía estamos bastante atados a atavismos debido a los cuales el escritor tiene que responder a ciertos procedimientos para ser legitimado por una comunidad o por el sistema. Y me gusta mucho que haya jóvenes que se estén saltando todos esos protocolos. Me gusta mucho poder leer poesía de jóvenes, incluso de otros países de habla hispana, a través revistas como tal o de blogs que terminan convirtiéndose en una suerte de revistas porque pueden estar editando y compartiendo todo el tiempo. Creo que gracias a ello me he estado acercando a mucha escritura joven, de México y de otros países. Escrituras que quizás si yo tuviera que esperar a que salieran publicadas en libro o en revista impresa sería más difícil llegar a ellas. Me parece estupendo poder leer a gente que está escribiendo a través de los medios electrónicos. Así que yo espero que esta digitalización de la escritura trastoque lo suficiente el status quo, tanto como para que el protocolo pueda llegar a ser más flexible en un mediano plazo, como para que no sea necesario, no de forma tan solemne y a veces, incluso, sacramental, el hecho de cumplir con determinados requisitos para que alguien pueda ser considerado un escritor. Me parece, por ejemplo, totalmente válido que pueda haber un escritor cuyos textos estén únicamente en la red y no en un libro impreso. Me gustaría que exploráramos más esos derroteros.
Y: ¿En esas configuraciones nuevas de distribución, puede todavía hablarse de literaturas regionales? ¿Ese código sigue funcionando en relación con las redes que se tejen a partir de los medios que mencionas?
S: Creo que quienes escribimos literatura en el norte de México podríamos tener en común ciertos rasgos geográficos relacionados con el tipo de vida urbana que llevamos, pero en estos tiempos y con la facilidad que tenemos de, por ejemplo, leer ahora mismo un poema que alguien acaba de escribir en Argentina, España o cualquier otro país, debería haber mayor apertura a pensarnos globalmente en las escrituras, a través de códigos que no se circunscribieran de manera unívoca a lo regional. Me gustan mucho las antologías que he estado leyendo recientemente porque en ellas  puede verse a una poeta de Chihuahua junto a una de Guatemala y una de España. Es importante irnos deshaciendo de los cotos territoriales y ver qué tenemos en común más allá de vivir en una misma zona geográfica, así quizá descubriremos la posibilidad que una poeta de Chihuahua comparta más con una argentina que con una tamaulipeca.  
Y: Volviendo a lo que tú haces, compones con las voces de otros y con la apropiación como procedimiento, ¿eso es para ti también una forma de insertarte en la tradición?, ¿en qué medida generas una constelación que permite expandir tu poema hacia otros lados y marcar señales sobre hacia donde estás afincándote?
S: Con Antígona González, sin saberlo, me inscribí a una tradición que yo ignoraba que tuviese tanta raigambre: la reescritura de Antígonas. Cuando hice la revisión teórica descubrí que había una serie de ellas, tanto europeas como latinoamericanas, y creo que si hubiera sabido esto antes de escribir ese libro, me habría embargado el pánico y no me habría considerado capaz de reescribir una más. Incluso actualmente se siguen reescribiendo, supe de una Antígona de una poeta de Juárez que me interesa mucho conseguir.  
En cuanto a las estrategias de apropiación, me parecía en ese momento, y me sigue pareciendo, que en el caso específico de la escritura de este libro, estas me podían permitir justamente hacer o nombrar, como lo digo en alguna parte, las voces de las historias que ocurrían. Empleé la apropiación para hacer visibles estas historias, voces, registros y datos. No estaba pensando en suscribirme a una tradición. Simplemente me parecía que esas estrategias me podían permitir una mayor expresividad en el lenguaje para lograr lo que yo quería transmitir. No considero que necesariamente ahora me vaya a convertir en una escritora conceptual como tal, como se pueden definir algunos que sí lo son, como Vanessa Place o Kenneth Goldsmith. Creo que el ejercicio de utilizar las estrategias de escritura conceptual a mí me pareció espléndido y me enriqueció, pero no sé si necesariamente voy a estar adscrita a estas poéticas de manera definitiva o si voy a moverme hacia otras. Ahora mismo pensaría un poco en la postpoesía de Fernández Mallo, en la escritura como un laboratorio.
Y: Hace rato, para hablar de poesía, usabas la imagen de poner una lupa sobre el fragmento, ¿tu búsqueda con el lenguaje tiene la intención de encontrar una unión de fragmentos y llegar a algo total? Cuando terminas el poema, ¿lo concibes como algo clausurado a partir de fragmentos o se queda abierto?
S: Voy más por lo que se queda abierto. En lo que escribo no aspiro en modo alguno a una poesía total, creo más en la escritura que parte de fragmentos y va creando conexiones con todo lo otro, como el libro de Juliana Spahr. Por otra parte, en la escritura y en las lecturas que van apareciendo en el proceso de creación, hay siempre una suerte de azar y de intromisión del presente. Es por eso que veces sentimos que es casualidad que nos topemos con ciertos autores o libros, pero no, no lo es.
No es mi intención crear textos cerrados. Me parece que siempre estoy pensando en revisitarlos, aunque es difícil ya una vez publicados. Antígona González, por ejemplo, fue escrita en dos versiones, la primera fue por encargo para un montaje teatral; era una versión con un poco menos de acompañamiento teórico. Después de que vi la puesta en escena y de comentarios de Cristina Rivera Garza escribí una segunda versión; tal vez si hubiera tenido otra retroalimentación habría escrito una tercera. No creo en los textos como algo terminado, sin embargo, hay un momento en que uno dice, bueno, voy a dejarlo por ahora, quiero escribir sobre otras cosas, y aquello se queda fijado en una versión, en un libro o en una publicación electrónica.
En Autopartes, un proyecto que comencé a escribir con el apoyo de la beca PECDA de Querétaro, trabajé con la nota roja para señalar las transformaciones en el discurso político respecto a la guerra contra el narco con el cambio de sexenio. La idea es poner en evidencia que lo que pretenden borrar o desaparecer desde el discurso, sigue ocurriendo en la realidad. Para ello identifiqué los estados con mayor y menor índice de violencia y recorté fragmentos de la nota roja de cada una de estas entidades, luego efectué una especie de curaduría para construir nuevos cuerpos textuales. Al principio no tenía idea de si lo iba a lograr o no. Finalmente conseguí un borrador que quiero retrabajar. Ahora mi intención es pasar a una segunda fase de co-curaduría. Y es que justo cuando había pensado que ahí terminaba el ejercicio, surgió otra posibilidad: me topé con las poéticas de la desapropiación [con el libro Los muertos indóciles de Cristina Rivera Garza] y la noción de la escritura comunal. Así que pensé: ¿qué pasa si estos textos ya curados los cura alguien más?, ¿hacia dónde iría esa escritura? Hacia desposeerme del texto y ponerlo en manos de otros que lo lleven a otro lugar. Así que no, no estoy pensando en la escritura como algo cerrado en este momento.
Y: Entonces, ¿autora, escritora o curadora?
S: Creo que depende del texto. En los textos de Autopartes me defino como curadora. Me gusta mucho la idea de ver las palabras como objetos, de colocarlas manualmente en el texto. Al respecto platiqué justamente con una curadora y quisiera que ella co-curara uno de estos textos porque me parece que su visión, incluso espacial o físicamente, viendo las palabras como objeto, podría ser algo muy interesante. Pero creo que en otros textos menos experimentales, o más líricos... Porque también surgió la pregunta: y después de esto, ¿voy a poder volver a escribir poesía lírica? Y sí, claro, me siento feliz también escribiendo poesía lírica, aunque ya no es la misma poesía lírica que escribía antes. Algo pasó en el tamiz de todas las estrategias y los ejercicios de exploración. Últimamente he vuelto a escribir poesía lírica, pero es una lírica que no ha salido indemne, como no sale indemne quien regresa después de un viaje o de una guerra. El caso es que soy muy feliz escribiendo poesía lírica también y en este caso sí me definiría como escritora. Creo que las escrituras nos colocan en distintos roles.
Y: Tus textos hablan de violencia…
S: Los últimos, nada más...
Y: Pero la escritura en sí, ¿es un acto violento?
S: Cuando estaba en la búsqueda de textos y testimonios para poder escribir Antígona González hubo mucha violencia. No en el hecho de escribir,  ni el hecho de la búsqueda de la información, del acopio de recursos. Había violencia en los textos que tuve que leer; en las notas, por ejemplo, del estado de Chihuahua: la violencia que se ejerce contra el cuerpo de la mujer es terrible, y es violento saberlo y leerlo. Recuerdo mucho el caso de una desconocida que fue encontrada en un solar baldío. En la nota se daba a entender que ya nunca se sabría su identidad. En ese momento me solté a llorar. Era muy violento saber que el cuerpo vulnerado de esa joven permanecerá ya para siempre en el anonimato. La lectura de esas notas fue muy violenta. Ya después, a la hora de escribir, hay una distancia con la información, a la hora de editarla mucho más, y hay un trabajo de posproducción en el que sucede lo mismo. Creo que además que esto último es muy sano, porque me había sido difícil hacer elecciones de carácter estético bajo la vulnerabilidad de la emoción expuesta.
Y: Dices que cuando comenzaste a escribir Antígona González tenías una relación muy poco problemática con el cuerpo, no era un tema para ti, y cuando terminaste de escribirla hubo una transformación ¿La explicas a partir de esta lectura de la violencia ejercida sobre éste?
S: En particular con el cuerpo muerto, nunca sentía una ligazón. Es muy tradicional visitar a los muertos, incluso pensar en la propia muerte y en un fin muy particular para el cuerpo, una tumba, una cripta, pero yo siempre me sentí desapegada tanto de los muertos familiares como de mi cuerpo: “cuando muera, entiérrenme donde sea, en la fosa común o donde sea”, solía decir. Sólo que estos hechos violentos han cambiado incluso la acepción de ciertas palabras. Por ejemplo, ahora digo “fosa común” y la palabra fosa para mí está ligada ya para siempre a las fosas de San Fernando. Ahora me cuesta trabajo pensar mi cuerpo en una fosa común, ya no lo quiero ahí. En el lenguaje cotidiano, cuando uno se enferma de gripa afirma: “siento el cuerpo cortado”. Yo ya no puedo decir eso porque para mí hablar de un cuerpo cortado inmediatamente trae a mi cabeza todos los cuerpos desmembrados, expuestos, dislocados, de esta violencia totalmente expositiva. Ileana Diéguez habla de paraperformatividades. No una performatividad en términos estéticos, sino de aquella en que los grupos criminales plantan una cabeza u otro montaje corporal en sitios públicos con la intención de hacer visible esta ruptura del cuerpo, este cuerpo fragmentado. Me parece que eso se permea en el lenguaje y entonces hay palabras o cosas, por ejemplo el hecho de desaparecer, decir “tengo ganas de desaparecer”…
Y: “Un acto simple”...
S: Y además banal, como un no querer estar aquí. Ya la palabra desaparecer tiene un significado atado a toda esta espiral violenta que ocurre en el país. Justo ahora en Tamaulipas el tema más fuerte es la desaparición, el secuestro. Hacer conscientes todos estos temas a través del lenguaje evidentemente nos cambia; cambia el lenguaje y cambia el tratamiento ético sobre el cuerpo.
Y: Decías hace rato que no te gusta hablar de literatura gay, de literatura femenina, pero ¿dirías que el género permea de alguna forma tu poética?
S: Me acuerdo de una pregunta en una entrevista que me hicieron justamente sobre Antígona González. Me preguntaban sobre todas las mujeres que había detrás de esa Antígona. A modo de respuesta yo les conté que hace ya varios años el hermano de uno de mis mejores amigos fue secuestrado por el crimen organizado, les conté que él lo buscó y lo rastreó durante mucho tiempo. Yo les decía “para mí, él es Antígona”. En este sentido mis escrituras en el presente están más signadas por el hecho de que vivo en Tamaulipas que por el hecho de que sea mujer.
Y: ¿Cuál es tu visión de la poesía joven en México? A veces parece que hay una tendencia fuertemente lírica y que hay pocas estrategias experimentales, ¿cómo explicas este fenómeno?
S: Quisiera que especificáramos, porque lo que yo escribo, en algunos ámbitos, todavía es considerado como poesía joven. Y yo creo, en definitiva, que ya no lo soy. Además, CONACULTA dice que ya no lo soy.
Y: Poesía muy joven...
S: En honor a la verdad he de decirte que es muy reciente mi acercamiento, pero que me da mucho gusto estar leyendo a poetas muy jóvenes. Hace muy poco leía un número que sacó Punto de Partida con doce poetas jóvenes y me dio mucho gusto encontrar a escritoras como Ileana Garma, Tania Carrera y Miréia Aniéva. Creo que no tengo un panorama muy completo aún, estoy buscando antologías, porque me interesa mucho saber qué están escribiendo las generaciones que vienen, y claro, me encantaría ver si hay escritura experimental. En todo caso me gustaría esperar antes de formarme un juicio.

La mesera pregunta si se nos ofrece algo más, porque van a cerrar la cuenta. No, muchas gracias. Cerramos la cuenta y la entrevista al mismo tiempo. Ha dejado de llover.



*Publicada originalmente en Enter Magazine.

martes, 20 de octubre de 2015

Mamá, la niña tiene piojos



Son parásitos, como las amibas o como las lombrices de los intestinos. Parásitos. Eso me lo dijeron en una clase en la primaria, cuando ya los piojos habían habitado mi cabeza varias veces, muchas. Herklin, se llamaba el shampoo de envase blanco y letras verdes que usaban para bañarme hasta los siete u ocho años. Tuve piojos desde bebé, cuando mi madre y mi padre, maestros rurales, me llevaban con ellos a su escuela (que era también su casa, porque había una habitación acondicionada para ese efecto, pues del pueblo podía salirse sólo caminando unas tres horas —o en la camioneta de alguien, si tenían suerte—). Piojos porque los niños y las niñas me mimaban, me abrazaban, jugaban con esa cosa extraña que venía de vez en cuando y era la bebé de los maestros. Piojos porque todos éramos pequeños y porque el polvo y la pobreza y la falta de agua.

Cuando mi madre me devolvía a casa de la abuela, ella se enojaba y la regañaba por haber permitido que la niña se llenara de piojos. Y me lavaban la cabeza y me ponían al sol, con un peine fino, muy fino, hurgaban entre mis cabellos delgados hasta sacarlos a todos y devolverme la libertad de irme a brincar y chocar con los muebles una vez que mi tía concluía la tarea. Pobrecita la niña que tiene piojos. Pobrecita la niña que se tiene que quedar quieta muy quieta mientras la espulgamos. Pero a la niña, pobrecita, no le importaba. Y siguió sin importarle muchos años.


En los Libros del Rincón, esa colección de literatura para las aulas de la SEP, había un cuento que se llamaba La niña de las perlas: una huérfana piojosa recibía el hechizo de una bruja que convertía los vampiritos capilares en perlas y, aunque luego volvían a ser los mismos bichos indeseables, finalmente desaparecían. Lo leí muchas veces pero no entendía, ¿qué nos estaban queriendo decir con él? 

Una vez, mi abuela le contó de los bichos a un novio que tuve. Él rio durante mucho rato. No podía creer que yo, que los piojos, que mi cabeza infestada. Qué chistoso. Qué vergüenza. Y es que yo crecí en pueblos, él en una ciudad. Mi acento de la infancia era muy agudo, notorio, ranchero. En mi pueblo no había librerías, aunque sí muchos libros en casa: enciclopedias que se vendían de puerta en puerta, volúmenes que les daban a mis padres para compartir con sus alumnos, ediciones resumidas de clásicos juveniles que papá y yo comprábamos en el puesto de periódicos, muchos más de sus años de estudiante. Libros y piojos. Hasta ese momento me di cuenta del estigma que éstos podían representar (es cierto que mi abuela reprendía a mi madre, pero la reprendía igual porque me ensuciaba cuando jugaba en el piso, porque a la sopa aguada le ponía cilantro —¡¿a quién se le ocurre?!—, porque me dejaba comerme primero el pan y beberme la leche al último…). Nunca me habían parecido algo serio, pero tampoco gracioso. Esa risa descolocada me dijo muchas cosas: de dónde venía yo, cómo me veía él, qué podía, ante sus ojos, definirme. Ya no era una niña y sin embargo. Ya no era niña pero me vino una comezón que tardé un tiempo en desentrañar. 

Este fin de semana mi hermana y yo nos pusimos a ver fotografías viejas, aparecieron un par de cuando muy pequeña y recordé episodio del exnovio, los piojos y la abuela. Se lo conté a mi madre y su respuesta fue que por eso uno tenía que aprender a quién contarle “ese tipo de asuntos”, porque no a cualquiera. ¿Qué asuntos? ¿Quién cualquiera? Noté que los piojos la avergonzaban y que yo nunca compartí esa vergüenza, que la culpa la dirigía hacia mí por exhibirlos y no hacia él por burlarse. Que aún nos falta mucho: ella, con sus alumnos con piojos, sus cincuenta años y su intención cada vez más mitigada, pero aún latente, de guardar apariencias, se olvidó de que esos bichos también habían sido parte de mi infancia, lo mismo que los sombreros, los vestidos bonitos, el bordo y las palmas de yuca; lo mismo que el pulque que una vez bebí por accidente en lugar de atole. De alguna forma, también recuerdo con añoranza esas horas de tedio sentada al sol y lo inevitable del contagio. Los niños teníamos piojos y los adultos una fórmula para removerlos, eso era todo.

Pienso en el resurgimiento de esa plaga, no sólo en espacios rurales sino en muchos centros urbanos, y en que siguen asociados a la idea de suciedad y de marginación. Pienso en las diferencias inventadas, en los piojos de adentro.

Se llama pediculosis la infestación y ataca sólo a seres humanos.

Es difícil de remover porque la mayoría de los tratamientos matan a los especímenes vivos pero no a las liendres. 

Los piojos no pueden saltar de una persona a otra. 

Los huevos de los piojos no pueden prosperar sin el calor humano. 

Los piojos no pueden vivir más de un par de días fuera de una cabeza.

martes, 30 de junio de 2015

Pienso tanto en Buenos Aires

Pienso mucho en Buenos Aires. Tanto. Pienso en mis sitios y en la que yo era cuando entonces. El café La Escalera, en 25 de Mayo, la lluvia, la forma de salir a la calle con tanta agua cerca. Pienso en mis sitios: El Bellagamba de Acuña y casiCórdoba, el Club de la Milanesa, Córdoba (otra vez) volviéndose Estado de Israel camino a lo de Clari para el taller. Pienso en Crámer y Mendoza, en Pampa y la Vía -mi último mes en esa ciudad, descripción gráfica-. Libros REF. El otro Bellagamba, de Fitz Roy. El café aquél donde me reuní con Garramuño que me preguntaba por qué quería volver tanto. Y ahora tengo tantas respuestas en el sitio adecuado. En los domingos en que recorrí Santa Fe hasta dar vuelta a la izquierda y enfilarme a casa. En lo irreal que me parecía el viaje de vuelta. En las lágrimas de mi amiga Xin. En Cris y Maru yendo a dormir conmigo una noche antes, para no sufrirla tanto. En el desayuno en Cocu, en Ninina o en cualquier bar. El café con medialunas que tanto me hartaba pero ahora añoro. Pienso en el tango de La Viruta y mi amor de esa noche, sobre el que también querría contarte. en ese título que ahora me significa tanto: Tener lo que se tiene, ¿qué tengo? Pienso en todo lo que tuve que pasar para llegar al día en que nos encontramos.

En La Reserva y en el río que me seducía tanto con su agua gris: no todo es claro pero fluye. Dónde empieza el Sur, dónde termina. Pienso en este poema:
Los chicos ponen monedas en las vías,
miran pasar el tren que lleva gente
hacia algún lado.
Entonces corren y sacan las monedas
alisadas por las ruedas y el acero;
se ríen, ponen más sobre las mismas vías
 y esperan el paso del próximo tren.
Bueno, eso es todo.
En que un día me gustaría hablar horas y horas contigo sobre él. Sobre esa sensación. Esa poética. Pienso en las vías que atravesaba para ir a la Eterna Cadencia. En las vías imaginarias que atravieso todos los días. En mi miedo de olvidar los nombres de las calles y las rutas antes de que pueda volver. En que esa ciudad se quede cada vez más como una imagen borrosa allá, al fondo de un visorcito rojo. En que necesitaríamos tanto tiempo para que yo te contara estas cosas, tanto tiempo para llevarte a pasear y verte sonreír y caminar hasta no poder más con los pies, hasta tener ganas de sentarnos en Lo de Roberto a escuchar los tangos que canta Pajarito y pedir un vino y una picada. En que hay tanta vida y tantos libros y tantas palabras y tan poco pero de verdad tan poco tiempo.

Sí. Eso es todo.



Me comí un chicloso

Me comí un chicloso y se me cayó la amalgama metálica de la muela. Qué sigue.