En la UAQ, le dieron el Doctorado Honoris Causa a Carmen Aristegui. La misma Aristegui que escucho todos los días (o casi todos, cuando no me gana el desespero y opto por alguna música que, aunque sea un momento, me distraiga de las atrocidades que a veces no puedo oír más), ésa cuyo programa fue censurado, oh paradoja, en la ciudad a la que vino para recibirlo.
Llegué temprano, tan temprano que detrás de nosotros se formó la fila para entrar al auditorio. Vi la transformación que sufrió éste del miércoles que fui a dar clase a hoy, cómo limpiaron, pintaron, remozaron y colocaron unas plantas que, para esta hora, ya deben estar secas por el sol del Campus Aeropuerto. Vi también la cara de mis alumnos y alumnas, de mis profesores, la ropa bonita que usamos todos para recibirla; Verito se rizó las pestañas, Lulú hizo a un lado su enfado por las decenas de llamadas que tuvo que atender esta semana para “reservar lugar” (cosa imposible porque los sitios se repartieron en estricto orden de llegada) para ver a la señora, Edgar se peinó, Ceci se puso su mejor sonrisa.
Que Aristegui no es una héroa lo sabemos, que muchos la consideran tendenciosa, también; que su periodismo no es perfecto queda claro (el tiempo que dedica a ciertas noticias, por ejemplo, en contraposición al que no dedica a otras, es algo que se menciona mucho). Ha sido atacada varias veces y otras tantas ha respondido (incluso tal vez con demasiada intensidad, como cuando Laura Bozzo, sinécdoque de Televisa, la retó públicamente; o como cuando, dijo ella más o menos textualmente, se le imputaba “un presunto lesbianismo” que negó durante poco más de diez minutos). Con todo y eso, su noticiero es el más escuchado en la Ciudad de México y tiene el tercer lugar de audiencia a nivel nacional.
Ya ustedes saben de mi
naturaleza groupística: soy fan del trabajo amoroso de mucha gente que tengo
cerca; admiro profundamente a varias personas, mujeres casi todas, a quienes me
he acercado muchas veces precisamente por esa admiración que se convierte luego
en amistad por una amabilidad suya que no termino nunca de agradecer. Luego,
con Aristegui me pasa lo que, estoy segura, le sucede también a muchos de
quienes estaban ahí: hay una suerte de cercanía, de posibilidad compartida, de
perspectiva. Y hoy todas y todos queríamos rodearla, tomar una foto, tocarle
siquiera el hombro; pocos pudieron, muchos nos consolamos gritando desde la
tribuna, sonriendo, intentando sacar del dolor de todo lo que nos decía alguna
luz, aunque fuera pequeña. Porque en este país en el que se encuentran tantas fosas
y casas [blancas, malhabidas, escandalosas] cada vez tenemos menos.
Hoy, al ver a Aristegui bromear, sonreír,
mover las manos y reconocerle una estatura mucho menor a la que yo imaginaba —en
mi cabeza, claro, era una giganta de 1.90 que intimidaba con su presencia—, me
acordé de que no se trata de construir personajes ni mitos; ya en pleno siglo
XXI nos ha quedado claro lo poco útiles, lo dañinos, que pueden llegar a ser. Se
trata, sí, de pensar que todavía quedan sitios, escenas y personas para colocar
y compartir la esperanza: “no pasa nada cuando hago las cosas con fe, pero voy
a insistir”, escribe Jimena Arnolfi, y reafirmo entonces que así vamos a
insistir, hasta que pase algo; hasta que el simple hecho de salir a la calle no
sea un acto de valentía, hasta que se nos devuelva el derecho a sonreír sin
muerte.
Gracias, Carmen Aristegui, por
aceptar, por venir, por estar. Gracias a quienes lo hicieron posible y a
quienes, como tú, luchan desde donde están por contener este país líquido para
que no se nos vaya entre las manos. Discúlpanos por hacer un spot de radio para
promocionar tu visita —no te apures, quedó sólo entre compas universitarios—,
por decirte Doctor y no Doctora, por no querer que te fueras tan pronto. Ésta
es nuestra manera de abrazarte, de decir que te queremos (¡al diablo con
separar los afectos de los acontecimientos!) y de no dejarnos caer en el
espanto.