lunes, 25 de noviembre de 2013

Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer

Hay ciertas cosas de las que uno, realmente, no participa hasta que las experimenta en carne propia. Literalmente en carne propia. La violencia es una de ellas, y lo sabemos: ver no es igual a sentir. Basta recordar esos experimentos en los que se somete a algún hombre a los acosos que las mujeres sufrimos todos los días, primero hay sorpresa, cierta risita incómoda, y luego el desazón, la angustia ante eso que nos amenaza pero no termina de ser alguien concreto porque somos todos. Todos, atrozmente y a veces sin saberlo, participamos en la escena.
¿Cómo hablar de violencia sin caer en estereotipos, imágenes construidas y lugares comunes? Creo que no se puede, porque los protagonistas son siempre los mismos, todo el tiempo, en una repetición compulsiva que cambia sus personajes pero no los hechos. El fin de semana me enteré de un hombre que, borracho, comenzó a llamar de puta a su pareja y a azotar su cabeza contra el suelo. Algo dentro se volvió a quebrar y la madrugada me trajo cierto ardor en la mejilla que, creí, ya había olvidado. No hay dimensiones en los actos violentos: un golpe es un golpe es un golpe es un golpe. Aunque el dolor físico no es igual entre una cachetada que nos deja apenas un enrojecimiento como de rubor mal puesto y un caso como el de Lucero, la chica de Guanajuato brutalmente lastimada, el efecto dentro es parecido, y si se le suma la violencia verbal, que casi siempre acompaña, incluso precede, a otros tipos, una entiende algo que no puede explicarse en palabras como indignación, humillación, daño e inseguridad, pero está más o menos en esos grupos semánticos. Cuando una sabe de otro caso, las ganas de gritar vuelven con más fuerza.
Para que el miedo, ya bien vestido y caracterizado, entre por la puerta sin que lo invitemos primero hay un preámbulo, a veces largo, a veces no tanto, de alertas que no queremos (o no podemos) observar. Todo entonces es como una piedra en el agua: círculos concéntricos que vienen de una pequeña nada que va creciendo y nos traga y nos escupe para volvernos a tragar. Es, creo, prácticamente imposible que alguien acepte que tiene problemas con sus reacciones, y muchas veces no somos conscientes de cuánto agredimos al otro y nos autoagredimos al mismo tiempo; tampoco somos conscientes de qué cosas estamos jugando y de cuánto arriesgamos cuando malarticulamos el deseo y la búsqueda de una mirada del otro para sostenernos. Que nos vea, sí, pero que no nos quiera hacer con sus ojos.
Un amigo invaluable me hizo entender sin saberlo que ante el monstruo siempre estamos solos: cada quien, en sus circunstancias, debe construir una honda fuerte y aprender a hacer cosquillas en el paladar de la ballena. Ayudan, claro, la familia, los amigos, las instituciones, las leyes, los teóricos diciéndonos cómo se articulan los procedimientos simbólicos de la violencia, pero al final es una lucha contra sí mismo y contra la opresión que nos autoejercemos: el poder juega con nosotros desde dentro y desde ahí va a conectarse con los otros.
No soy una víctima y tampoco culpo a nadie, pero decir que vi de frente a la violencia más de una vez y que no quiero volver a hacerlo es útil, y de alguna forma necesario. Como dije en este mismo blog: un exorcismo, un sacarme del cuerpo, aunque sea momentáneamente, la pesadilla. Hacer de la espiral un círculo cerrado, ponerle fin con palabras. El día es pretexto, ustedes disculpen.

domingo, 27 de octubre de 2013

Pequeño exorcismo para una noche tonta

¿Qué tiene que pasar para despertar a todo lo que la infancia pesa en nuestros días? ¿Quién ha de sacudir el telón de la vida diaria para extraer de ella el polvo cifrado del miedo? Un golpe para despertar de golpe. Un golpe para despertar, no de lo que se es, sino a lo que se esconde tras la soledad que hasta entonces no había tenido cara. Hay que escribir para llenar el hueco, para tapar los orificios de la máscara y ya no reconstruir lo roto ni erigir con las mismas piedras una casa nueva. No es el ardor de la piel, no el tono rojizo que adquieren las tardes. Es otra cosa. Es como si detrás del vaho blanco estuviera no la orden, la invitación, ni el ruego sino los dardos de palabras apuntando todos a una diana con rostro, con mi rostro. La noche pare una angustia nueva, irresoluble. 

A los cinco años creía que sólo le temía a las arañas y aun así las paseaba por mis brazos, hoy sé que más me daba miedo el silencio de mi padre que antecedía peligros más grandes. Y le seguí temiendo al silencio de los otros. Sin saberlo, sin querer hallar y sin querer provocar la ira desperté al viaje. La mejilla sigue intacta, es herida abierta hacia mí misma, pregunta con respuesta clara: NO. Muchos hastadóndesdemasiado volaban como mosquitos en mitad de la madrugada, y no pude matarlos. Quién podría no llorar ante uno mismo en el espejo, dejando de ser persona para volverse cosa de tan viva casi muerta. Y claro, pensar 'eso no me va a pasar nunca' mientras pasa. Encogerse, dejar de buscarle nombre. Minimizar el hecho como castigo autoimpuesto. Merecerlo y no. ¿En qué medida somos responsables de lo que nos acontece? ¿Resbalar con una cáscara de plátano es nuestra culpa? ¿Berrear es nuestra culpa? Construir puentes débiles para cruzar sin temor el río, ése es un problema. Perder el control es dejar que el otro pierda el control. Hallar contestaciones para dudas nunca formuladas. Hablar mucho para hacer silencio. No soportar la idea de que uno ha logrado apenas poco. Decir amor es un insulto. Duermen los niños que no tengo y la niña que soy grita para recuperar la voz; no lo logra. Mi cabeza bajo las ruinas de un salón decorado con absurdos regalos del día siguiente para salvar la pena. Sacarla, quitarle el polvo de los ojos. El primer paso es el camino.

Archivos inconexos, ramas caídas que no harán leña nunca: los días perfectos no existen. La violencia amanece. Amanece siempre y tiene cara de inocencia.

jueves, 17 de octubre de 2013


Para saber el nombre de las cosas
uno sólo puede azotarlas
y romperse con ellas
la cabeza