Hay ciertas cosas de las que uno,
realmente, no participa hasta que las experimenta en carne propia. Literalmente
en carne propia. La violencia es una de ellas, y lo sabemos: ver no es igual a
sentir. Basta recordar esos experimentos en los que se somete a algún hombre a
los acosos que las mujeres sufrimos todos los días, primero hay sorpresa,
cierta risita incómoda, y luego el desazón, la angustia ante eso que nos
amenaza pero no termina de ser alguien concreto porque somos todos. Todos,
atrozmente y a veces sin saberlo, participamos en la escena.
¿Cómo hablar de violencia sin caer
en estereotipos, imágenes construidas y lugares comunes? Creo que no se puede,
porque los protagonistas son siempre los mismos, todo el tiempo, en una
repetición compulsiva que cambia sus personajes pero no los hechos. El fin de
semana me enteré de un hombre que, borracho, comenzó a llamar de puta a su pareja
y a azotar su cabeza contra el suelo. Algo dentro se volvió a quebrar y la
madrugada me trajo cierto ardor en la mejilla que, creí, ya había olvidado. No
hay dimensiones en los actos violentos: un
golpe es un golpe es un golpe es un golpe. Aunque el dolor físico no es igual entre una
cachetada que nos deja apenas un enrojecimiento como de rubor mal puesto y un
caso como el de Lucero, la chica de Guanajuato brutalmente lastimada, el efecto
dentro es parecido, y si se le suma la violencia verbal, que casi siempre
acompaña, incluso precede, a otros tipos, una entiende algo que no puede
explicarse en palabras como indignación, humillación, daño e inseguridad, pero
está más o menos en esos grupos semánticos. Cuando una sabe de otro caso, las
ganas de gritar vuelven con más fuerza.
Para que el miedo, ya bien vestido
y caracterizado, entre por la puerta sin que lo invitemos primero hay un
preámbulo, a veces largo, a veces no tanto, de alertas que no queremos (o no
podemos) observar. Todo entonces es como una piedra en el agua: círculos
concéntricos que vienen de una pequeña nada que va creciendo y nos traga y nos
escupe para volvernos a tragar. Es, creo, prácticamente imposible que alguien
acepte que tiene problemas con sus reacciones, y muchas veces no somos
conscientes de cuánto agredimos al otro y nos autoagredimos al mismo tiempo;
tampoco somos conscientes de qué cosas estamos jugando y de cuánto arriesgamos
cuando malarticulamos el deseo y la búsqueda de una mirada del otro para
sostenernos. Que nos vea, sí, pero que no nos quiera hacer con sus ojos.
Un amigo invaluable me hizo
entender sin saberlo que ante el monstruo siempre estamos solos: cada quien, en
sus circunstancias, debe construir una honda fuerte y aprender a hacer
cosquillas en el paladar de la ballena. Ayudan, claro, la familia, los amigos,
las instituciones, las leyes, los teóricos diciéndonos cómo se articulan los
procedimientos simbólicos de la violencia, pero al final es una lucha contra sí
mismo y contra la opresión que nos autoejercemos: el poder juega con nosotros
desde dentro y desde ahí va a conectarse con los otros.
No soy una víctima y tampoco culpo
a nadie, pero decir que vi de frente a la violencia más de una vez y que no
quiero volver a hacerlo es útil, y de alguna forma necesario. Como dije en este
mismo blog: un exorcismo, un sacarme del cuerpo, aunque sea momentáneamente, la
pesadilla. Hacer de la espiral un círculo cerrado, ponerle fin con palabras. El
día es pretexto, ustedes disculpen.
No hay comentarios:
Publicar un comentario