Escribo con espanto, con asombro, con algo que no es decepción ni desánimo pero ronda por ahí. Doy clases de Lectura y Redacción II en bachillerato. Antes de siquiera empezar, estaba ya sorprendida por el programa que tenía que usar (el oficial, de la DGB): contempla el primer bloque completo, de dos meses, dedicado a "textos funcionales" (cartas formales, oficios, solicitudes de empleo...). Esto está encaminado a generar obreritos eficientes capaces de realizar tareas básicas con la lengua sin que tengan idea ni interés por nada más; un plan hecho para aburrir, para generar desinterés, para que no les importe a quienes lo estudian. Yo misma me aburro de solo pensar que debo preparar una clase con esos temas y, pese a ello, intento llevar alguna cosa que no sea tan tediosa; también dejé un día a la semana destinado a leer literatura y esa es la sesión que me cuesta más trabajo porque me resulta complicadísimo llevar algo que realmente les diga algo, o los enganche aunque sea un poquito.
Para ver cartas formales, llevé como ejemplo una adaptación de la que Lydia Davis escribe al fabricante de chícharos congelados y su tarea consistió en elaborar la respuesta. Una, divertidísima, explica que no se puede modificar el empaque porque éste ha sido diseñado por el difunto hijo del inventado dueño de la fábrica de chícharos congelados, todo con un impecable registro formal y un buen uso de la estructura que estábamos viendo.
En uno de los libros de Lectura y Redacción que me prestaron en la escuela se sugiere, para el mismo tema, elaborar una carta escrita a quien ellos y ellas consideren adecuado en la que expongan su inconformidad sobre un problema de equidad de género, el que ahí proponen es el de la brecha salarial. Me pareció un gran ejercicio y, con eso en mente, compartí un artículo al respecto. Lo leímos en clase. De inmediato, la incomodidad de mis alumnos hombres se hizo manifiesta: "es que ahora somos cinco hombres y quince mujeres, miss (sí, porque me dicen miss aunque poco a poco dejan eso y me llaman "maestra" o "profe", por expresa petición mía), así no se vale", "ahora resulta que todo es discriminación", "¿pero por qué nos trae este texto si nosotros no somos machistas?". Hasta ahí, todo dentro de la clase de comentarios que imaginaba escuchar. En tres grupos distintos, sin embargo, oí cosas similares que sí me dejaron fría.
Lo de la violencia de pareja derivó en preguntar por qué el feminicidio estaba tipificado y luego un chico preguntó: "O sea que si me dan celos y mato a mi novia, ¿ya soy un feminicida?" Otro: "las mujeres que se emborrachan son indecentes, y si las violan es porque a eso se exponen" Uno más: "Violar a una mujer sobria es más grave que violar a una mujer borracha". Las chicas, sorprendidas casi todas, conscientes de un montón de cosas, pero con todo y eso apoyando en varias ocasiones los argumentos de sus compañeros. Yo guiaba la discusión intentando participar poco aunque igual intervine varias veces. Una chica: "maestra, le voy a hacer una pregunta muy personal y no me la vaya a tomar a mal por favor". Sorprendida por la advertencia, espero algo fuerte. "¿Es usted feminista?" Sí, respondo sin dudarlo. Ella sonríe, dice un "lo sabía" casi inaudible y continuamos. Al final de la clase, se acerca y me pregunta si voy a marchas, si hago algo; cuando respondo afirmativamente se emociona. No todo está mal, pienso. Me pidieron discutir más sobre "esas cosas feministas" y mañana les llevo textos, aunque era nuestro día de lectura "de literatura".
Me es muy difícil no reaccionar mal, me cuesta seguir las discusiones sin perder la calma; pero al final me pregunto si los puedo culpar a ellos y, sobre todo, si con eso lograría algo. La culpa es de nosotros y nosotras, la gente grande, no de ellos. Sé lo pretencioso que resulta creer que puedo cambiar su forma de pensar y no lo hago, pero me siento responsable: discutir lo que se me permite en la estrechez de la materia, cuestionar hasta donde me sea posible, incluso hacer que se enojen: todo lo que pueda lograr que, aunque sea por un segundo, se volteen a ver a sí mismos, me hace sentir un poco aliviada. No estoy ahí para odiarlos, ni para excluirlos, ni para aburrirlos. Estoy para tener paciencia, para pensar, para que vean que no todos los argumentos son válidos, pero sí valiosos en tanto se pueden deconstruir.
No quiero creer que es tarde, que no se puede. Hasta que empecé a dar clases, hace ya siete años, dije siempre que no quería hacerlo porque veía a madre y padre, ambos maestros de primaria, llenar listas, calificar exámenes, completar boletas, redactar programas... Hoy me encuentro haciendo todo eso con gusto, me veo teniendo miedo y dudando cuál será la lectura adecuada, la actividad, el momento. Sobre todo, me veo sintiendo que esto me hace feliz de muchas y extrañas maneras y que, al menos por ahora, me siento haciendo lo que quiero hacer. Mañana tal vez diga que no soporto más, pero seguro pasado mañana me voy a levantar de la cama antes de tiempo, me beberé un café y saldré a la calle con mis lentes de profe que me muestran el mundo de formas tan extrañas, y sonreiré por entender cada vez menos pero sintiéndome menos sola.
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