1.
Hace un mes empecé a usar Timehop porque me pareció una buena idea mirar esa especie de arqueología de mi actividad en la red. Pronto comenzaron a aparecer cosas que no sé qué tanto quería recordar: comentarios en ciertas fotografías, vergonzosas actualizaciones de estado, afectos que hoy no existen. Recuerdo ese video que Facebook promocionaba para celebrar su aniversario, o el resumen de la biografía que nos ofrecía en diciembre: esas dos cosas me parecían y aún hoy me parecen una especie de cesión de memoria a la que me resistí siempre porque no quería que el aparato decidiera qué era relevante o no en mi vida.
2.
El Timehop de ayer me sacudió. Una foto de 2012, la del día de mi titulación, en la que sonrío como si no me preocupara nada y sobre la que hay algunos comentarios. De todos ellos, me quedo con el de Rosie Hernández, mi tía, y el estremecimiento que me provocó.
Ella fue una figura medianamente cercana en mi infancia, vivía en Estados Unidos desde que tenía unos doce años y volvía cada tanto a México. Cuando nací yo, me traía toda clase de cosas. Recuerdo, sobre todo, un collar cuyos eslabones estaban formados con la silueta de Mickey Mouse, un perfume de La Sirenita y unos aretes de Piolín. Aún hoy conservo, gracias a mi padre que me dijo que eso era algo "tan bonito que no se debería usar", un juego de mini crayones con su libreta, también de La Sirenita. Fue ella quien decidió que llamarme Nay era una buena idea y el apócope permanece entre mi familia. La recuerdo, muy grande como era, sentada en su sillón con una bolsa de regalos al lado, me recuerdo corriendo hacia ella con mis cinco años y mi vestido de flores en su casa empolvada y llena de sábanas que una vez al año recuperaba algo de vida con la presencia de ella y su madre, la tía Chelo, que pese a los esfuerzos no podía hacer nunca que el olor a humedad abandonara aquellas paredes casi abandonadas.
Pasó el tiempo y, como sucede siempre con el que se va, las visitas se fueron espaciando. La última vez que la vi yo tendría unos trece años y, pese al cálido abrazo, poco teníamos para contarnos. Después de eso, volví a tener contacto con ella en 2011 por Facebook, nos mandamos algún mensaje y ocasionalmente comentábamos sobre nuestras publicaciones, justo como en esa de 2012. Yo tenía su dirección y su teléfono pero nunca llamé ni escribí, aunque guardaba la secreta esperanza de aceptar un día la invitación que ella y su madre me habían hecho de ir a visitarlas en el ventoso Chicago que para entonces imaginaba lejanísimo e intangible. Ayer no pude evitar hacer clic en su foto de perfil y visitar su biografía.
El 25 de diciembre de 2012, por un paro cardiaco, Rose murió dormida. Yo me enteré por Facebook. Su madre, víctima de quién sabe qué creencias, no quiso contarnos nada. Ya luego, la noticia llegó confirmada por un conocido de la familia que viajó por esas fechas a México. Mientras, veía decenas de publicaciones sobre su biografía de gente diciendo que la extrañaría y le deseaba un buen viaje o ponía un seco "R.I.P." para recordarla. Ya no nos deseó un Feliz Año Nuevo ni me mandó las usuales felicitaciones atrasadas de cumpleaños.
Su última publicación me parecería algo cursi si no fuera porque su muerte le añadió gravedad: una imagen motivacional que termina con un "so go on, dream big!" que no puede sonarme sino patético ahora. De todo, me quedo con su última imagen de perfil: un adorno de Piolín disfrazado de ángel que cuelga de su árbol de navidad para recordarme que allí se quedó, congelada, cumpliendo su american dream bien bonito y luminoso que la llevó a la obesidad mórbida y a morirse de pronto a los cuarentaytantos para dejar sola a su madre en un país cuya lengua no entiende.
3.
¿Qué se hace con los muertos en las redes sociales? Sé del caso de un hombre cuya esposa falleció y desde la cuenta de ésta compartía fotos de su hija y hablaba en primera persona. Esto me parece un extremo bastante espeluznante, que en algo se acerca a ese episodio de Black Mirror en el que se puede reconstruir artificialmente a una persona a partir de su actividad en internet. Yo no resistí el impulso de poner un escueto "no lo puedo creer" sobre la biografía de mi tía muerta y ahora regresé al perfil para ver que cada tanto hay alguien que le escribe para decirle lo mucho que la extraña y la falta que hace. En un mes sería su cumpleaños y seguramente, como en el año anterior, muchos van a pasar por ahí a dejar un saludo.
Sé que una cuenta se puede cambiar a una especie de memorial si se presenta un acta de defunción. No tengo tal documento y, si lo tuviera, no creo que me correspondiera hacerlo, aunque dudo que alguien más lo haga nunca. Seguirá apareciendo en las listas de "personas que quizá conozcas" y algún despistado le enviará solicitud de amistad. Hay, según esta nota del 2012, 30 millones de usuarios muertos en Facebook que ahora deberán ser más.
No sé si esa cuenta va a quedar abierta siempre, ni qué va a pasar con las mías cuando yo me muera si es que en ese momento las sigo usando. Ahora me quedo con la pregunta de por qué tendemos a activar compulsivamente los mecanismos de la nostalgia con aplicaciones como ésta, con Instagram que le coloca filtros a nuestras imágenes nuevas para revestirlas con una falsa pátina de años, o con el regalo que Twitter nos hacía hace algunos meses para ver nuestro primer tweet y el de los otros. Entre eso y mirar fotos de mi infancia está la distancia de la tangibilidad y está, también, una decisión consciente: yo voy a las imágenes viejas porque quiero y decido sacar la caja que las contiene. Timehop, en cambio, me hace ver aunque no siempre quiero, y me trae improntas que no sé si se activarían fuera de mis dispositivos electrónicos. Por ahora me basta el olor de ciertos perfumes, ciertas formas de mirar, algunas siluetas de la tarde, y me alegro de que no se hayan encontrado los logaritmos de la memoria.
Pienso en desactivar el saltatiempo, pero no me decido aún.
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