domingo, 11 de mayo de 2014

Retrato de mi madre



El día de la madre hecho para contrarrestar el peso de la lucha feminista en México hace parecer que ahora está mal celebrarla, igual que está mal conmemorar la Batalla de Puebla (si al cabo perdimos), la Navidad (puro consumismo disfrazado), la Independencia y la Revolución (porque ¿cuál independencia y cuál revolución?) pero el asunto es que yo, ahora, a miles de kilómetros de distancia, pienso en mi madre y no creo que eso esté mal. Pienso en ella realmente todos los días y me veo a mí misma reprendiéndome como ella lo haría al mismo tiempo que también, dentro de mi cabeza, resuenan las cosas que yo le recriminaría. Porque mi mamá fue educada como a mí no me educó y carga con ella cosas que ha intentado no inculcarme, aunque a veces se le salen.

Hubo un momento en que su argumento para detenerme de actuar de cierta manera era decirme que yo "era una niña de familia" y que por ello tenía que cuidar ciertas formas de eso que ella entedía como decencia. Cuando se separó de mi papá, hace apenas unos tres años, se quedó sin ese pretexto. Ya no era una hija de familia porque la familia, como ella la veía, no existía más. A partir de ahí, ella, mi hermana y yo nos tuvimos que reconstruir porque se hizo evidente que algo en nuestra forma de ver el mundo no funcionaba. Entonces ella se quitó los veinte años que le agregaba esa vida de lavar, tender y planchar la ropa todos los domingos, esa vida de andar en tacones incluso para limpiar la casa, ésa de ya no aguantar y sin embargo seguir aguantando. Mi madre se hizo fuerte y yo con ella. Mi padre y mi madre siguieron caminos distintos en los que mi hermana y yo somos incluidas de distintas maneras, pero es de ella de quien aprendí todo lo que no quiero ser, porque cuando despertó la de antes volvió a estar mi mamá de cuando yo era niña, de cuando me hacía ensalada con ratoncitos de zanahoria y gallinitas de huevo cocido y clavo de olor. Mi madre, la maestra de primaria atenta y querida por sus "chiquillos", como ella los llama. Esa mujer que por alguna razón de pronto se ocultó bajo lustros de rutina que la hacían sonreír poco y regañar mucho. En mi adolescencia, por supuesto que la aborrecía. Y ella a mí. Aquello venía desde antes, claro, cuando fue también mi maestra y entonces nos veíamos to-do-el-san-to-dí-a. Cuando, a los catorce, me fui de casa para estudiar en la ciudad, mi mamá se convirtió en esa figura distante pero a la que acudía en busca de un apoyo que ahí estaba de distintas maneras aunque yo no siempre lo viera.


De mi mamá aprendí a no tener miedo. Cuando me vi a mí misma repitiendo ciertas imágenes de esa que ella fue durante muchos años supe que era un buen momento para correr, porque la miré de nuevo, en el presente de entonces y la vi más fuerte, más feliz y más hecha que nunca. Sin decírmelo, me dijo que todo iba a estar bien. Gracias a eso estoy hoy en un país que no es el mío, descubriendo lo que me gusta y aprendiendo lo que quiero, haciendo lo que ella no se atrevió (mejor dicho, lo que no se ha atrevido, que tiene todavía mucho tiempo) pero me enseñó tan bien.


Ahora mismo llueve, es de esos días en los que almorzaríamos huevo a la mexicana y tortilla frita con la abuela, uno de esos días en los que mi tía no saldría ni a rastras a la esquina por miedo a mojarse. Mi mamá andaría bailoteando por la casa para que no le diera frío, al mismo tiempo que nos acercaría sus manos heladas a la cara para darnos "un cariñito", como dice ella, para hacernos retorcer de escalofríos. En este momento del domingo ella ha de estar tomando su café de la tarde con una banderilla de hojaldre mientras prepara sus clases para la semana, calentándole unas tortillitas a mi perro, escuchando música. Yo vuelvo a las canciones que aprendí en la infancia junto con ella y pienso en un vestido que le regalé un diez de mayo de hace diez años, en esa horrible rosa encapsulada que se abre y se cierra cuando le das cuerda y ella guarda como si fuera bonita, en sus manos de dedos largos, que no heredé, y en sus cachetes, que sí tengo. Ésta es mi forma de llegar a donde está, a la casa de cocina oscura y habitaciones luminosas que tanto ama y en la que no siempre fuimos felices pero ahora está llena de recuerdos coloridos.

Alguien que intentaba herirme me dijo que mi idea repentina de preferir el segundo nombre en vez el primero tenía que ver con que me daba pena reconocer quién es Nallely y por eso era mejor olvidarlo. No contesté nada pero ahora lo hago: me gusta que me digan Yolanda entre otras cosas porque estoy contenta y orgullosa de reconocer lo que en mí llevo de mi madre, y porque cuando sea grande quiero tener su vocación por la simpleza, por los brincos huapangueros y por nunca dejar de ver caricaturas.

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